POEMAS

de

Miguel Florián

 

 

Canción de cuna
Duerme niño, y duerma el mar,
y duerma la desgracia sin medida.
SIMÓNIDES DE CEOS.

Sevilla, Enero de 1998

Golpea desnuda la noche en los cristales,
se deslizan las gotas de la lluvia, descienden
y generan el llanto, y anegan la memoria.

Duerme, no dejes que las horas negras
se aproximen, porque tiemblan los árboles 
en el viento y se abren hasta la piel incierta, 
y sus ramas se ensanchan como pájaros muertos.

Nunca ha existido el tiempo, nos arrastra 
a su cernada estéril. Duerme, hijo,
duerme dentro de mí, amparado en mi miedo,
en mí, que desconfío de la voz de la lluvia, 
dentro de mí, que estoy deshabitado, 
cuenco nada más para abarcarte, para tomar 
tu destino un instante y detenerlo, 
y cubrirlo de escamas.

La noche impenetrable, piedra, miedo. 
Y tú debes dormir, mientras te hundes 
como azogue en mi piel, y trazas los regatos
que dan a un mar que desconozco.

Pero la noche es mía, y el agua de otra lluvia.
Duerme, es silencio solo, es mudez de la piedra,
es miedo nada más, es soledad, es sombra.
Duerme, deja la noche caer sobre mis hombros.





La hora mejor

Toda la claridad aquí, junto a los álamos
en esta lenta tarde de verano.

Blanca cuando la luz trae el dulzor
profundo de los frutos. Pasan sombras,
también (dentro de mí) pasan los pájaros.
Sobrevuelo el vértigo del alma.
La belleza es estar, y repetirlo
con queda voz, con carne tibia, y alta.

Aquí no sobra nada, (ni la sombra
que mancha la orla de la luz), todo
es perfecto y nuevo en esta hora.

En el recuerdo de otro corazón
que creeré mío, regresará
la fuente, el ave, la tibieza intacta
del cuerpo. Este mundo que roza
la garganta, y la anega en su luz.





Oscura forma

La oscura forma de la dicha,
la dejación inmóvil de la carne
cuando se puebla de gérmenes confusos,
y cae al seno hondo de su espejo
multiplicado por la excesiva luz,
que estalla y que regresa, algarabía
de aves que acarician los labios,
lenguas de un fuego que no abrasa.

Todo se vuelve océano, todo alma
ingrávida que sube hasta la piel.

El agua que camina por la piedra
igual que lava espesa o mineral fundido,
el animal que acecha en las pupilas,
porque busca el encuentro de unos ojos,
avaricia la quietud de la mano tendida
en el centro del sueño, y precisa la forma
de la sombra. La luz brota del pozo
cercado de la muerte, donde la carne
es noche lenta que delimita el fuego.

Y cómo sube de la raíz al alba,
cómo se abre desde la arcilla al mar,
desde la sed al labio, y el deseo terrible
de esas células que abrasan las pupilas,
y las llenan de estrellas. Hambre y sed,
vórtice de lenguas, avariciosas bocas,
torrentes que se abisman, oquedades
que no pueden colmarse, inevitable
vientre, informes cordilleras, cuerpo
o conciencia, carne o alma, vacío
que incesante se acomoda en el cuenco
atroz de su carencia. Cuerpos leves
nos rozan ignorados, y sentimos
su calor, esa tibieza suya de mar rotundo
y fértil, de frutas y raíces, oleadas
de espuma, superficies que escapan
cuando la luz se posa para tramar su carne,
sus confines: senos, muslos, mejillas...,
y su terrible sexo que nos llama,
cristal que nos observa desde dentro
(el rumor de las vísceras, su apetito sin piel
y sin conciencia). Hablamos para no quedarnos
a solas con el cuerpo, resistir su embestida
de océano furioso, no sé, que comunica
tal vez con algún un dios, siempre con el olvido.





Los ahogados
Desde no sé qué mar
me llama la memoria,
y me somete al juego
fugaz de sus reflejos.
Un mar lleno de barcos,
de abalorios, de algas,
de labios sumergidos.

Manos frías de niños
que asoman de sus ondas.





Purificaciones
Hemos de confirmar la inercia de los astros,
la irisación de los insectos alrededor del fuego,
las líneas de los cuerpos (de la mujer, del hombre),
el reflejo del alba en el almendro, la confusión
del viento, el envés metálico de los álamos,
el temblor de la leña que se abre vencida
por la llama, la luz pura, inicial, de la tormenta
(el grito oscuro y roto de la urraca), la mano
que cumple la quietud de la piedra (el liquen
áspero, azul, verdoso, y cárdeno), la lentitud
del mundo, el vaho en el cristal, los blancos
barcos sobre la sed antigua de los labios,
y los genios petrificados de la infancia
que aún perduran bajo la pátina del tiempo.

Hemos de confirmar el horizonte inerte, inmóvil,
de la sangre, la húmeda simetría del barro,
y la mirada atónita, repetida en el sueño.





Lázaro
De nuevo aquí, en la luz. los árboles se abren
bajo el sol encendido. El agua bruñe aún
los guijarros, las hojas. Toco la piel,
bebo otra vez el vino de los hombres
con una sed común. Siento crecer
dentro de mí otro cuerpo remoto,
más radiante, como si no supiera
que conozco el golpe de la sombra,
que he caído a los más hondo de la muerte
(a veces, un soplo de oscuridad me invade.)
Y me levanto, y hago como los hombres:
bebo otra vez su vino, como su pan efímero.
Ha llegado la luz, en mí arden los pájaros.

 

 

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