CIEN AÑOS DE SUEÑO

Amado Nervo

 

 

Yo no sé si es por el estado de sobreexcitación, de hiperestesia en que vive la humanidad, en fuerza de esta terrible y perpetua vibración de la vida moderna, por lo que las dolencias nerviosas son cada día más frecuentes, o si, por el contrario, lo han sido siempre y solo la falta de observación o de estadística apropiada las hace aparecer ahora numerosas; pero, sin duda, uno de los casos que sí pueden reputarse como de todos los días, en nuestra época, es el de los sueños prolongados.

Los que hojeamos a diario la prensa, estamos ya acostumbrados a tropezar con los dormidos, en cada gacetilla.

No hay casi pueblo del mundo, por pequeño que sea, que no se permita el lujo de un dormido o una dormida.

El que menos, cuenta con un dormido de doce meses, y es frecuentísimo que se trate de letargos de ocho y diez años.

Los de veinte y treinta son relativamente raros, pero van siéndolo menos cada día.

No creo que tarde mucho en darse el caso de la Bella del Bosque Durmiente. Cien años de sueño, ¿qué son en suma? ¡Siempre un relámpago, junto a la inconmensurable y quieta eternidad!

Parece como que las hadas de los cuentos de Perrault, se llaman, en la actualidad, afecciones nerviosas. La única diferencia que hay entre las dormidas de hoy y la Bella de antaño, es que aquellas no se despiertan ya para casarse con el hermoso príncipe enamorado... Pero ¡quién sabe si sueñan en las bodas, si su psiquis las realiza en el callado misterio de la mente!

* * *

Como la multiplicidad de los casos da pretexto a un más concienzudo estudio de ciertas regiones cerebrales, no está quizá lejos el día en que estos letargos, en vez de producirse de una manera fortuita, se logren a voluntad. Entonces, todos los hombres podrán escapar temporalmente al tedio de su vida, podrán dormirse para despertar en tiempos mejores, podrán aguardar, en la inconsciencia perfecta, a que se realicen los progresos que solo han visto en botón; podrán, en fin, salvar los océanos de las épocas, para volver a la vida en riberas más hospitalarias, entre hombres más cultos y buenos.

Así, las imaginaciones de un Poe, en su cuento de la momia (1); de un Wells, en su Cuando el dormido despierte, se cristalizarán.

Como la nutrición puede efectuarse perfectamente durante el sueño, y como, por otra parte, el desgaste orgánico, merced al absoluto reposo, es casi nulo, a todos los hombres les será dado vivir en diferentes épocas, poniendo entre ellas como fuentes de inconsciencia.

Bastará para esto una especie de disposición testamentaria, a fin de que los descendientes del que duerme cuiden de alimentarlo y de proteger su sueño, manteniéndole, además, en las mejores condiciones de temperatura y de limpieza posibles.

Y a fuerza de repetirse las solicitudes, acabarán por constituirse las Compañías del Sueño, sociedades anónimas poderosas, que construirán, en climas escogidos, edificios especiales, con todas las condiciones higiénicas y antisépticas deseables, para los que quieren dormir.

Habrá tarifas normadas por el tiempo del sueño, desde diez hasta cien años.

Vigilantes solícitos se encargarán de asear, nutrir y cuidar a los dormidos. Cada uno de estos últimos tendrá a su lado, en lugar visible, de manera que puedan leerse a todas horas, las instrucciones correspondientes a su caso.

Por ejemplo:

Número 201. Duerme desde el día 30 de marzo de 1915. Deberá despertársele el mismo día del mismo mes del año 2015. Alimentación diaria: tantos gramos de esto, tantos de aquello, tantos de lo de más allá. Temperatura a que debe mantenérsele, tantos grados, etc., etc.

Los dormitorios serán probablemente de cristal, como los de los couveuses d'enfants. Los lechos, niquelados como los de las clínicas; un tapiz espeso impedirá el menor ruido de pasos.

El dormido reposará en paz, mientras la vida, en su rededor, sigue su curso.

Un paréntesis invisible lo separará de las diarias perspectivas mundanales, en tanto que su psiquis manumisa vuela a través de quién sabe qué esferas de luz.

Casi ni latirán sus pulsos ni se moverá su corazón. Una suave palidez dará a su rostro aspecto marfileño.

* * *

Sus descendientes, nietos, bisnietos, tataranietos, podrán ir a verle en determinados días, menudeando sus visitas a medida que se aproxime el despertar.

¡Cuántas curiosidades aletearán en torno de aquella gran urna de vidrio!

¿Qué va a decirles el antepasado cuando despierte?

¿Qué capítulos de historia vivida va a relatarles en las futuras veladas?

Sentando en sus rodillas al más pequeño de sus tataranietos, le dirá:

-Hace cien años, los hombres vestían de esta manera, hablaban estos idiomas, hacían estas cosas.

Yo vi, surcando el aire, los primeros aeroplanos y dirigibles; yo asistí a las primeras asambleas esperantistas, cuando apenas nos atrevíamos a soñar en una lengua universal.

En mis tiempos había aún reinos y principados, policía y códigos, cárceles y presidios... ¡Qué lejos están todas esas cosas!

Y el niño se quedará pensativo, mirando al antepasado pálido y sonriente, que ha vuelto de un sueño misterioso de cien años...

-¿Cómo era mi bisabuela, di? ¿Tan hermosa como aparece en los retratos? -le preguntará.

-Ah, sí, muy hermosa, muy hermosa -responderá el antepasado, pensando, con extrañeza y melancolía, que aquella mujer adorada que compartió su lecho, es ya menos que el polvo leve de un ala de mariposa que arrebata el viento.

-Murió hace cien años-añadirá-, y yo, incapaz de soportar mi pena, preferí dormir... dormir... Ahora me percato de que solo he aplazado mi angustia... Un largo siglo la aplacé..., en vano, pues que hoy viene del fondo obscuro de este siglo a atormentarme...

* * *

Y cuando el hombre que ha dormido salga a la calle, ¡qué deslumbramiento!

De su época quedarán apenas algunas catedrales, resonantes aún de las viejas plegarias testarudas de la humanidad; algunos palacios-Museos: todo lo demás habrá desaparecido.

Las casas tendrán otra forma. Las calles se moverán como anchas cintas fantásticas, simplificando el tráfico. Una ciudad subterránea, de trabajo y de lucha, a la luz de los focos, completará a la otra, a la que, llena de mármoles y de oro, estremecida de músicas y de risas, florecerá allá arriba, en la gloria dorada del viejo sol.

Y el hombre aquel, nostálgico de su tiempo, triste de mirarse aislado, con la sensación de una infinita soledad en el alma, objeto solo de curiosidad para los nietos de sus nietos, entre los cuales se sentirá como extraño indiferente a los formidables progresos de la especie, que antes deseaba ver y presentía con ansia; incapaz, en fin, de amar, porque está aún enamorado de su muerta, querrá dormir de nuevo; pero en esta vez no ya en su urna de cristal, de donde manos solícitas habrían de despertarle en lo futuro; sino dormir para siempre, y volverse polvo y sombra impalpable, como Aquella a quien amó, y cuya alma tal vez le espera, hace más de cien años, al borde de lo desconocido, preguntándose con sorpresa ¿Por qué tarda, por qué tarda tanto en llegar?

 

1. Conversación con una momia (1845).

 

México, 1900

 

 

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