Daniel Lebrato

 

«Sólo los necios dicen la verdad cuando les preguntan

por su salud o por el libro que están escribiendo.»

Daniel Lebrato: Filósofos de la Verdad

 

Escribo estas líneas como los grandes: desde la cama. Un ordenador portátil me distingue de Marcel Proust, pero igual que él yo también salgo en el ISBN. Por eso algunos esperan de mí que aprovechando esta interminable convalecencia acreciente mi obra y le añada un volumen definitivo. Aunque lo mío ha sido el verso de brevedades, oigo decir: "De ésta sales con una novela; estarás escribiendo mucho, ¿no?" No. Los que trabajan se creen que estando en cama todo es tiempo libre y, en el caso de un escritor, la obra vendrá sola. No me quejo: en quien se deposita la fe se pone la esperanza y sin duda la caridad. Sin embargo, nada más inestable que las bodas del enfermo y la creación. Para empezar, porque escribir es un conjunto de manías que aman la normalidad: una hora, un paisaje, unos utensilios. No será igual ésta que aquella pluma, la tinta, los muñequitos del ordenador, la luz del cuarto, los ruidos, el modo de volver sobre lo escrito y trasladar lo que sirva. Todo cambia cuando el verbo es yacer y la habitación con cables y potingotes huele a lo que somos: enfermos, enfermos (del latín ‘in firmus’: el que no es capaz de sostenerse en pie).

Ponerse y estar malo es más o menos lo mismo; pero estar enfermo no es igual que ser enfermo. Y es que, salvo taras de nacimiento, el enfermo no nace, se hace. Para hacerse uno enfermo lo de menos es tener un motivo, o sea padecer un defecto o sufrir un dolor. En este valle de lágrimas, imperfección, dolor, es lo corriente. Hablamos de padecimientos singulares y adquiridos. Se precisa un especialista que nos dé la razón (estamos malos), un diagnóstico (terminado en -algia, -itis, -oma) y un tratamiento adecuados. Porque si la enfermedad no es oficial, no hay enfermo [1]. Esta indefinición se percibe cuando todavía nos dicen: "espera a ver qué te dice el médico", "a ver lo que él te manda", etcétera. Es una fase ambigua o sintomática en la que al aspirante le falta el ‘título’ y los sanos se resisten a reconocerlo como enfermo. Únicamente cuando hay diagnóstico y tratamiento el cambio es radical. Por fin: lo dice el dóctor, no era nada psicológico, no eran exageraciones nuestras. Lo reacio es el entorno familiar y laboral que, hecho a vernos sanos y en activo, no ha de parar con sus preguntas hasta la última explicación satisfactoria. Esta segunda fase, digamos informativa, se abrevia si, tomados uno a uno, a parientes, amigos y compañeros, les suena el título de nuestra enfermedad. No obstante, la información puede dilatarse muchísimo como uno padezca alguna rareza o novedad para la medicina vulgar. Esta curiosidad es particularmente penosa al principio o cuando no hay un diagnóstico o un tratamiento infalibles. Más aún si el que pregunta ya pasó por esa misma enfermedad o sabe que fulano de tal la pasó. Sucede entonces el típico cruce de experiencias y consejos inefables, "como te lo digo, oye": ¿Que decides operarte…?; "Yo que tú no me operaba". ¿Que te asusta ir al quirófano…?; "A fulanito se lo hicieron ¡y ni se enteró!" Oficialmente se trata de "que te pongas bien", pero desconfía: gran parte de la población activa envidia secretamente la vida muelle de los enfermos que sin hacer nada cobramos lo mismo que ellos, que madrugan y tienen que currárselo.

Cuando, vencido tanto inconveniente, el enfermo por fin se hace ‘de larga duración’ -y yo lo soy, a qué negarlo- ha dado tantas explicaciones, contado tantas veces qué tiene y cómo está (visitas, teléfonos) que lo más del tiempo se le ha ido en definir su propio territorio. Y los amigos, tan simpáticos, bebiéndose tu cerveza y trayéndote las bases del Planeta: eso es que puedes ya usar el ordenador. Y más. Esta fase tercera se caracteriza por una relajación del entorno y una adaptación por parte del paciente. Ambos fenómenos se explican por agotamiento de un primer modelo microfamiliar (*no te preocupes, aquí estarás bien, pide lo que quieras, no te muevas que yo te lo traigo) sustituido por un modelo autogestionado (*te conviene el ejercicio, se te ve mucho mejor) y respuesta del enfermo a estímulos intransferibles del mundo exterior: ciertos compromisos, obligaciones y plazos legales, atención a otros que están peor, etc. La autogestión de la enfermedad es pues la respuesta del entorno ante una enfermería sin fin.

Para evitar riesgos de rutina y aburrimiento, el enfermo debe negarse a sí mismo toda esperanza, adelantarse y cambiar a la categoría de impedido, inválido o lisiado (no lesionado). El éxito está asegurado. Si se fijan, nadie en su sano juicio pregunta a un manco por la mano que manquea ni mira al tuerto al ojo que ha perdido. Hasta aquí, el interés de los buenos no hacía más que acentuar nuestra enfermedad; a partir de aquí, no solo dejarán de preguntarnos cómo estamos, sino que fingirán que no nos pasa nada y hasta, si les preguntan, jurarán por Dios que estamos mejor que nunca. Impedido, inválido, lisiado… qué hermosas palabras hoy ensombrecidas por eufemismos transitorios. ¿Discapacitado? ¡qué horror…! Si acaso, incapacitado (nunca incapaz). Pero donde se pongan ¡impedido!, ¡inválido!, ¡lisiado! ¿Y qué me dicen de tullido, virgencita? La mayoría cree que tullido es mutilado, como que perdió algún miembro y no: basta con perder "el movimiento del cuerpo o de alguno de sus miembros". Tullido, tullidito. Si es que mueve, conmueve nada más oírlo. Tullido suena a Quevedo, a Valle-Inclán de toda la vida, a Galdós, a Berlanga y a Buñuel. Tullido con más muleta que bastón, con más derecho a silla que ninguno, más tirando a Fátima que para urgencias.

—Te llamo, Fátima, como te llamo Lourdes, como te llaman fuente de la salud, aguas probáticas, santos lugares, magro puchero, milagro extraordinario, si tengo el habla y si lo mío no fuera contagioso y me levantaran la cuarentena y las piernas me respondieran iría a verte si tuviera vista si mi ojo malo en fin no fuera como te oigo si no estoy sordo y hacia ti me encamin¿ si teng¿ fuegzas si n¿ me aneeian las artegias dijé tu n¿ e­bre si n¿ he pegdid¿ el habla y la eee¿ria en F¿s c¿nffí06/03/02 ¿ y si kegis que, eskrigi d¿r, eskrifa, eskrif¿: ¡Ohsan¿h! ¡San¿¿h! ¡San¿! gidor!quuiénmedijeraelisavidamíaxfo!,eskrifha,hsrifíaDios! !sano!

Hablando en fermo[2]: ¿Sano y creador? ¡Dios!

©Daniel Lebrato,2001

 

 

[1]Hay que acordarse del célebre Día en las carreras de los hermanos Marx donde, contra los afamados especialistas que la daban por ‘sana’, Groucho supo dar con la justa enfermedad que padecía Margaret Dumont. En otro extremo, los males sin cuento de Martirio en Estoy mala o de Carmen Maura en Qué he hecho yo para merecer esto -síntomas faltos de diagnóstico concreto- no definen enfermedad ninguna.

[2]Del latín, ‘firmus’, sólido, el fermo es un dialecto radical del seriense o lengua seria promovido por los ‘filósofos de la verdad’ a fines del siglo xx. (Cfr. Eusebio Valladares: Crestomatía del fermo literal, Madrid, Gredos, 1992.)

 

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