AVIONES

Norberto Luis Romero


  Todos sabemos que a determinada hora de la madrugada, cada día, se oyen volar aviones durante unos minutos. Sin embargo, nadie habla de ello. Hay un evidente mutismo sobre este asunto tan obvio, que hace pensar que es deliberado. Ningún medio de comunicación -ni la televisión, ni la radio, ni los periódicos, ni siquiera la gente- hace comentarios; antes bien, parecen evitarlos cambiando de conversación cuando estos surgen, siempre, curiosamente, como por casualidad.
      No podría decir exactamente cuándo comenzaron a sobrevolar el cielo de la ciudad, acaso hace un par de meses, tal vez menos. Lo cierto es que su estruendo se deja oír siempre sobre las dos o las tres de la madrugada. Y no es el ruido provocado por los aviones comunes y corrientes que transportan pasajeros o mercancías -escasos en este sector de la ciudad, por quedar fuera de la trayectoria habitual y por la lejanía con el aeropuerto-; aquellos producen un sonido sordo, demasiado fuerte y cercano; tanto, que se distingue con claridad su origen en varios aparatos: una cuadrilla, tal vez.
       Mi natural curiosidad me movió muchas veces a interrumpir el sueño, levantarme de la cama, abrir una ventana y asomarme a mirar el cielo. Su total oscuridad confirmó mis sospechas: los aviones, en sus recorridos oficiales, llevan siempre encendidas unas luces de posición; estos, en cambio, vuelan totalmente apagados. Sólo el ruido delata su presencia en el firmamento, ese zumbido que me despierta, un sonido que emerge de sus turbinas y llena todo el cielo, como si surgiera detrás del horizonte, desde los cuatro puntos cardinales, y confluyera hacia el centro de la bóveda celeste, expandiéndose por la noche e impidiendo localizar su punto de emisión preciso, como si intentaran confundir a los ciudadanos. Pero la gente parece no hacerles caso, y permanece pasiva e indiferente ante estos vuelos nocturnos.
       Una mañana pregunté a una de mis vecinas si durante la noche anterior había oído a los aviones, y me respondió que no, que ella nunca oye nada porque mira la televisión poniendo el volumen muy alto, a causa de su incipiente sordera. La del cuarto piso, en cambio, reconoció haber oído una especie de zumbido por la noche; pero afirmó que se trataba claramente del producido por los fuegos artificiales de la verbena de Santa Margarita, patrona del distrito vecino. Cuando formulé la misma pregunta al portero del edificio, argumentó que él nunca oye nada, ni ve nada, ni se mete en la vida de nadie, y se marchó muy ofendido dándome la espalda.
Esto comenzó, como dije antes, hace unos dos meses. Desde entonces la situación ha cambiado. El ruido de los aviones, paulatinamente, se ha ido convirtiendo en un estruendo voraz que hace estremecer la casa, temblar las lámparas, tintinear los cristales de las ventanas, y torcer los cuadros ligeramente, obligándome a volver a ponerlos en su sitio. Obviamente, nadie quiere advertirlo: acaso por estar demasiado pendientes de otros acontecimientos más importantes y vitales para el normal desenvolvimiento del mundo, como: la gira que realiza la mano derecha del señor presidente de una de las superpotencias, en su búsqueda por el mundo del consenso de otras superpotencias, para bloquear económicamente a un pequeño país subdesarrollado, acosado por ideologías surgidas desde el mismo infierno. Otro foco de atención lo crea la encíclica pastoral, que propone un ataque directo al diablo, bajo todas las caprichosas y horrendas formas que éste es capaz de adoptar y que, también, aconseja la salvaguarda de los valores tradicionales de la sociedad y la moral. También genera una gran preocupación saber que, en el sur de África, los hombres de color blanco masacran a los de color negro. Y ni hablar del divorcio de Pepitita, del célebre magnate del deuterio; y de las bodas de Lucy Santini con el cuatro veces consagrado con el Oscar, John Vertosky. Evidentemente, todos estos sucesos conmueven a la opinión pública de una forma tan cruda, que los distrae de esta otra realidad que constituyen los aviones furtivos.
       He decidido, sabiamente, prescindir de los periódicos, de la radio y de la televisión, porque me resultan ambiguos o ininteligibles; no hacen sino confundirme más.
       Lo curioso y contradictorio es que, a pesar de que no se hable nunca de los aviones, la gente haya comenzado a usar su figura en más de un adorno o complemento del vestuario cotidiano. Inconscientemente, los aviones están en el pensamiento de todos de una manera, digamos, subliminal. La verdulera llevaba ayer un prendedor con forma de avión, con piedrecillas brillantes engarzadas en las alas. Una vendedora de unos grandes almacenes se recogía el cabello con dos hermosas hebillas claramente aéreas. Los niños juegan con avioncitos de plástico, y las niñas con muñecas vestidas de azafatas; sin embargo, todos enmudecen y cambian de actitud ante la sola mención de la palabra avión, o de aquellas directamente relacionas con ésta, tales como hélice, aeropuerto, fuselaje, vuelo... Estos acontecimientos poco o nada me sorprenden: la gente común es capaz de cualquier extravagancia o necedad; pero los mismos síntomas -claro que más acentuados y haciendo gala de un mayor refinamiento- los he podido detectar en la redacción de los periódicos, los cuales hacen verdaderos malabares lingüísticos para evitar mencionar estas palabras, creando eufemismos realmente originales, o metáforas bellísimas, tales como: "el camino de los pájaros", por "cielo", y, "el lecho del ave plateada", por "hangar". Lo malo del caso es que cada día son más las palabras que parecen aludir a estos aviones nocturnos y, por lo tanto, también son mayores las metáforas y neologismos a los que recurren, haciendo de la escritura o de la conversación una verdadera jerigonza. Baste para demostrarlo este ejemplo: una señora comentaba a otra en la cola de la panadería:
       "Llegamos a la inmensa explanada con el tiempo justo para despachar las maletas y soltar el hilo de la cometa. Por suerte tuvimos un desplazamiento tranquilo y las águilas llegaron a tiempo".

    A medida que la cantidad de aviones que sobrevuela la ciudad por la noche es mayor, la iconografía que los alude y el número de palabras implicadas van creciendo, y con ellas los eufemismos, metáforas y neologismos. Ya no se oye decir "maleta"; en su lugar se dice "caja para contener los enseres de uso personal". Ni siquiera "desplazamiento", o cualquier verbo que sugiera movimiento de traslación; ahora se habla de manera más críptica, como pude percibirlo en una conversación que oí hace un par de días, mientras tomaba un café en una terraza y en la cual se decía: "el espacio entre el alba y el cenit", sin lugar a dudas aludiendo al "cielo". La palabra "aire", había sido sustituida por "sustancia invisible".
       Dado mi carácter retraído y la naturaleza de mi trabajo, que me permite desempeñarlo dentro de mi propia casa, es muy poco lo que frecuento la calle o los lugares públicos, de manera que estoy un tanto aislado de las costumbres y modas; no obstante, he podido observar que los niños han creado el hábito de jugar con pequeños paracaídas confeccionados con papel, que arrojan doblados hacia el cielo, y luego se quedan mirando cómo bajan desplegados, muy suavemente. En el extremo de los hilos cuelgan pequeños muñecos vestidos de aviadores. Las niñas se reúnen en grupos, se sientan sobre el suelo formando dos filas paralelas, mientras entre ellas se desplaza una haciendo las veces de azafata, llevando una fingida bandeja con bebidas, que ofrece a los presuntos pasajeros. En determinado momento, todas se inclinan violentamente hacia adelante, como si hubieran recibido un impacto. A continuación permanecen quietas, haciéndose las muertas. En los mayores, este efecto subliminal ha calado de manera muy diferente: trajes de piloto o de paracaidista, confeccionados con las más ricas telas, pueden verse en cualquier fiesta elegante, cascos y gafas de aviador se ven hasta en la calle, llevados con la mayor naturalidad. A pesar de los altos precios de estos objetos de moda, la gente los consume con verdadero frenesí. En los menos adinerados, las alusiones aeronáuticas se limitan a algunos detalles como pendiente, broches, sombreros y dibujos en el estampado de las telas.
      A pesar de mi aislamiento, puedo darme cuenta que el habla se ha convertido en una lengua casi extranjera, durante estos últimos días que no frecuento el barrio.
      Me asomo a mirar el cielo y, desde la ventana de mi habitación que da al patio interior, oigo por casualidad a mis vecinas del piso de abajo charlar amablemente, de ventana a ventana:
    "Gira el tornillo y, mientras tanto, los tallos de algunas plantas buscan la luz", dice una.
    "Espejos", responde la otra, "en estos días las lapiceras escriben con mayor facilidad que antaño, cuando los elefantes pisoteaban los geranios rojos".
    "Mucho, mucho, querida Gloria, sombreros en libertad mejor antes que reptiles esferoidales..."
    No puedo oír más. El inmenso ruido que producen los cientos de aviones dejando caer sus bombas desde el cielo oscuro, me lo impiden.

 

 

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