CERVEZA

Chema D. Garrido

 

Borracho y tendido sobre el amasijo de sábanas solía encontrar a mi capitán cada mañana posterior a los feroces ataques nocturnos del enemigo. Por suerte, nuestros heroicos soldados ofrecían hasta su última gota de sangre contra el asedio de aquella ruinosa aldea cercana a la ciudad de Stalingrado.

 

"La guerra está perdida desde hace meses y continuamos aquí despedazándonos unos a otros. Lo tragicómico no significa tanto que cosechemos la muerte entre nuestras filas, pues habremos de pagar la osadía que nos corroe, cuanto la injusticia que es morir como soldado del Ejército victorioso en una guerra anunciadamente perdida".

 

Le preparaba una toalla bien mojada, un espeso caldo que todavía nos dispensaban los servicios de logística, y luego se afeitaba con el filo de la bayoneta mientras me dedicaba a recitarle el recuento de bajas.

 

" Y todavía me llamarán cobarde. Ya verás. Sin entender que he llamado varias veces a la deserción. ¿ Y mi pistola, teniente? "

 

La pistola, claro. Se la guardaba dentro del cajón del carcomido mueble incautado, junto a la vivienda, a la familia de campesinos que oficialmente habíamos ejecutado unas 13 semanas atrás, cuando los altos oficiales nos habían destinado a barrer de bolcheviques aquella zona tan escasamente estratégica. Respecto a esto último, había y siempre hubo dudas que no lograba disipar en mi mente: pues para no ser estratégica a juicio del Estado Mayor, sí debía serla para el enemigo, ya que estaban sometiéndonos a un asedio continuo, atroz, que las primeras semanas ni siquiera respetó los signos naturales de la luz y la noche, sin dejar dormir a nuestra brava y castigada tropa.

 

Nuestro capitán solía hacer reflexiones de este y otro signo cuando se afeitaba, se lavaba y tomaba las infusiones para empezar a cobrar el sentido de la realidad antes de visitar la trinchera Allí comprobaba el recuento de bajas, supervisaba el depósito de cerveza e inventariaba los desperfectos y el armamento para enviar los preceptivos informes al Centro de Operaciones, puesto a salvo a un par de días de nuestro infierno estratégico, aquella huerta de hombres útiles para transformarse en gusanería y esqueletos.

 

Todavía nos llegaba generosamente la cerveza de nuestra Bavaria, y las salchichas, y las cartas destinadas a los vivos y las que se quedarían sin abrir jamás. La guerra en el frente producía en nosotros un vacío mental digno de estudiarse, pues era la NADA en pocas palabras y una sola bala se las arreglaba para mandarte al otro mundo con el que estábamos tan familiarizados. Nuestro capitán era temible en su propio concepto de la guerra, o de esta guerra, y a veces nos preguntábamos si no era mejor que se hubiese seguido comportando como un oficial digno de contar con la confianza del tercer Reich y de la Cruz de Hierro que aquel Führer le otorgara años atrás, en las celebraciones majestuosas y multitudinarias con que la Nueva Alemania celebraba sus avances de grandeza, sus desfiles militares, sus fastos, días de vino y rosas y cerveza, días de exitosas campañas en Polonia, Italia, Austria, cuando no hacía falta violar a mujeres para que se sometieran.

 

Allí, en la selva de fango, pólvora y sangre las cosas empezaban a tomar un cariz muy distinto. Una locura estacionaria sería el diagnóstico quizá más acertado para definir el estado cotidiano de varios centenares de hombres arrastrados a una rutina de supervivencia en una guerra calladamente perdida, empeñados en el exterminio de formas vivientes que mañana pudieran contar a las nuevas generaciones las páginas, una a una, de nuestra derrota. No sabíamos (empezando por el capitán) si nosotros éramos los exponentes de la cruda realidad o bien se trataba de que ésta la percibíamos tan deformada en nuestro cacumen debido a los bombazos y las mutilaciones de trinchera. No sabíamos si los discursos de victoria que nos leían eran un delirio de Goebbels o la lectura acertada de los partes de guerra llegados al Estado Mayor desde otros frentes más bienaventurados, o si éste se había convertido en un nido de locos y nosotros pagábamos su locura reconvertidos en sangre y fuego. Preguntas, cuestiones, en todo caso ociosas a la luz del día y el sabor de la cerveza, pendientes de que un imberbe ruso con cara de ángel apareciera para atravesarte el estómago de una certera descarga tras un matorral.

 

Gracias a la guerra florece un tipo de humanismo determinado. Yo creo que algo de esto fue lo que terminó destilando nuestro capitán al socaire del plomo, la sangre y la cerveza. Por ejemplo: aquella inefable familia de desarrapados campesinos que liquidamos de 4 certeros disparos entre mi capitán y yo. Por un capricho de la sangre con cerveza él mismo estrenó su pistola después de varios días de marcha en paz, así que se sirvió de mí y de un puñado de suboficiales tan desorientados como nosotros para conducirlos al otro lado de un otero cercano, al resguardo de la mirada de la tropa, dedicada mientras tanto a montar el destacamento, las trincheras, las armas, los baúles, las chacinas, el dispensario y la cerveza.

 

Cuando el soldado traductor informó a la familia de los deseos del capitán, quedaron espantados. Pensaban seguramente en una broma tan macabra que temblaron hasta el llanto. Sólo al final lo digirieron, y entonces el padre de familia, en torno a cuya figura se agazapaban 2 mocosos sucios y pedestres como los que jamás nuestro Reich hubiera permitido en nuestras familias, esbozó un intento de sonrisa. En fin, corrieron como pudieron con los vástagos en brazos hacia el cálido regazo de "papá" Stalin... Los 4 disparos volaron muy arriba de sus cabezas como lo habían hecho tantos millones de proyectiles frustrados o bondadosos en la Guerra...

 

Lástima, se lamentaba nuestro capitán, no poder obrar del mismo modo con los soldados bolcheviques, cada día más jóvenes en el campo de batalla, armados a veces con extrañas hoces de siega, pero con la misma rabia tan terrorífica que cualquiera de nuestras piezas de artillería en movimiento. Razones elementales, claro. Luego se quedaba pensativo entre nosotros, sus ayudantes, sabiendo que esas dos criaturas bestializadas terminarían, de llegar con vida, en un campo de adiestramiento militar para aprender a cobrarse su ración de carne aria, pues por aquel entonces los episodios de canibalismo habían llegado al seno del Ejército Rojo según los vestigios que encontramos en los enclaves recuperados. No tardaríamos mucho en practicarlo nosotros.

 

Situaciones difíciles de entender, asimilar, como todos pudimos comprobar el día aquél de la visita del tipo del Partido. Nunca sabríamos si los bolcheviques se habían puesto de acuerdo con él para no dar guerra aquella mañana de cielo amable, cielo de guerra, el caso es que aquel tipo del partido llegó una mañana por sorpresa para medir nuestro estado, la moral y la disciplina de la tropa. Se sacudió el polvo de su guerrera al bajar del coche que lo había transportado desde el Centro de Operaciones, nosotros habíamos olvidado esa costumbre. Procedía de la Escuela de Oficiales de Berlín, una institución de élite, y podíamos distinguir a la perfección su formación académica en las brillantes insignias y divisas que atiborraban sus casaca. La cosa se puso fea cuando reunió a la tropa con nuestro capitán, Hoffman, al frente, borracho de cerveza.

 

Aquel tipo constató que sus infalibles informes traídos desde el infalible Centro de Operaciones no se correspondían con el maltrecho panorama que observaba, los caídos para Gloria del Tercer Reich eran muchos más que el número que figuraba en su informe.

 

En su mirada ya estaba escrita la sentencia de muerte para el capitán, lo leí en el filo acuchillado de su sonrisa y en la sádica forma de observar a quien seguramente consideraba una caricatura del arquetipo de oficial alemán, una mofa a la institución y los superiores, aunque el joven visitante no alcanzaba el grado de nuestro capitán, ni su nombre ni su curriculum forjado en las cálidas estancias de la escuela y cuarteles del Partido levantaban el respeto y la consideración que el capitán Hoffman se había ganado en cuantos frentes había participado. Pero en los difíciles momentos del Ejército en la URSS, la disciplina se había convertido en una obsesión y la obediencia en una... psicosis para los oficiales, deseosos de obtener tributos en la orgía de muerte a que estaban dispuestos a precipitarse en pos de la gloria; aunque ésta empezara por el dudoso honor de abatir a un capitán borracho, al capitán Hoffman, quizá la reputación de nuestro capitán haría aún más grandioso el galardón para aquel joven del Partido, pues gozaría de la fama de no haberle temblado el pulso a la hora de aplicar el código militar nada menos que a Hoffman.

 

" Además, Herr capitán Hoffman, es usted de uno de los pocos destacamentos que no piden refuerzos. ¿ Cómo responderá a esto? "

 

" La primera víctima de la guerra... ¿ sabe usted cuál es? "

 

Por supuesto aquel tipo no se dignó responder.

 

" La verdad ", masculló nuestro capitán en un intolerable bamboleo del cuerpo.

 

" Le he hecho una pregunta, capitán ".

 

Esto dijo el tipo del Partido a nuestro cansado capitán, con su cerveza en mano y el gesto y el ánimo mucho más tranquilos de lo que podíamos estarlo sus colaboradores más cercanos y la misma tropa. Hoffman quiso ofrecerle una cerveza mientras trataba de dar con la imposible respuesta, una mentira en cualquier caso. La fortuna permitió que esta visita tuviera lugar cuando todos los soldados de la compañía, prácticamente todos salvo excepciones, se habían sumado al Plan de Salvación, así que cuando el tipo del Partido empuñó su pistola lacada para administrar la justicia inmediata que ordenaban los artículos del muy loable y antiguo código militar prusiano, se encontrara con no menos de 167 fusiles y alguna que otra pistola ( más sufridas, antiguas, sucias y asesinas que la suya) apuntándole amablemente. Entonces no dio crédito a lo que veía, quizá llegó a creer que se trataba del enemigo bolchevique disfrazado, con un capitán que nos robaba la cerveza, el peor de los enemigos (porque la Guerra no había tenido otro propósito que neutralizar la amenaza bolchevique) Unos cuantos se encargaron de disuadir al ayudante del Partido y su soldado chofer de hacer cualquier tontería, aunque he de decir que yo no sabía con exactitud quien estaba cometiendo la peor tontería, dentro de la Gran Tontería Mundial en que todos estábamos involucrados.

 

El joven oficial se quedó en un estado de abstracción semejante al coma o el delirio. Tiró la pistola y comenzó a temblar, oyéndose más el tintineo de sus innumerables insignias producido por la agitación que las arengas de los bolcheviques al otro lado de las trincheras. Y dijo con el hilo de voz que pudo:

 

"Alemania no perdonará esta traición. Serán fusilados ignominiosamente, y la ignominia permanecerá para sus familias durante generaciones" .

"Alemania somos nosotros, joven ", repuso nuestro capitán en su correcta embriaguez.

 

En fin, el tipo del Partido fue llevado a una especie de calabozo en compañía de su ayudante y chofer, un soldado raso aspirante a las Juventudes Hitlerianas que acabó sumándose al Plan.

 

Hasta el último día que duró, el tipo del Partido recibió su rancho, su pila de agua, sus atenciones tan democráticamente como nosotros, y la cerveza. Oficialmente, el coche que lo había traído al frente debió de haberse desviado de la ruta y ser atacado en alguna escaramuza de los bolcheviques. Sus insignias fueron perdiendo lustre debido al polvo y la herrumbre circundante, y su ordenado cabello se volvió un amasijo de hebras cada día más plateadas como consecuencia del disgusto, pero al menos él no combatía, aunque eso sí, fue situado en un lugar estratégico para que pudiera contemplar el heroico desfile de jóvenes desprovistos de manos en un santiamén, sin ojos o sin cabeza arrancada de cuajo por un obús.

 

Entretanto el Plan de Salvación iba llevándose a efecto no sin dificultades de muy distintas índoles. Nuestro traductor de ruso era la mejor joya que debíamos conservar, así que en vez de hacerle empuñar un arma lo poníamos a buen recaudo de bombas y metrallas para que continuara sus clases de ruso a la tropa. Yo, personalmente, me encargaba de reunir los documentos y uniformes de cadáveres soviéticos que por una especie de taxidermia volverían a la vida verosímilmente heridos.

 

El ritmo de fuga o salvación respetaba un orden estrictamente alfabético. Para cuando aquel tipo del Partido llegó, por ejemplo todos los camaradas cuyos apellidos comenzaban por A, B ó C estaban muertos o se habían pasado al enemigo convenientemente instruidos en la lengua de Dostoyesvki ( al que nuestro traductor y profesor nos hacía leer y recitar en voz alta y por grupos mientras atronaban las bombas y morteros a escasos metros. Cuando el tipo del Partido comprendió con todo lujo de detalles el sentido y proceder de nuestra empresa, ya era un avezado bebedor de cerveza y lloraba como una magdalena. Temíamos que se volviera loco, el capitán Hoffman se negaba a concederle la libertad para que luchara contra los soviéticos como él reclamaba, pues temía que se volviese contra nosotros o contra él mismo. La relación de bajas que remitíamos al Centro de Operaciones no correspondía con los fugados, obviamente, pues algún burócrata podría preguntarse si las armas de los bolcheviques mataban alfabéticamente. Y de este modo, yo mismo, apellidado Netzer, ya andaba criando malvas entre las legiones de Hitler, mientras que algún camarada salvado constaba entre los efectivos.

 

El tipo del Partido se apellidaba Sieger (le habíamos quitado el Von en nuestra democrática locura), no quiso aprender ruso ni colaborar en nada excepto refugiarse en la cerveza hasta perder (uno más) el sentido. "Este no morirá en el frente. Este se nos va de cirrosis, Herr teniente", me decía mi capitán mientras le oíamos farfullar estrofas de bellas y guerreras canciones teutonas entremezcladas con pasajes del " Mein Kampf ", al tipo del Partido.

 

Por descontado estaba que el turno de la hache ( h) traería problemas. Los portavoces de la tropa casi exigieron que se fuera, que cogiera la documentación, la ropa enemiga, y se aliara con la noche para escapar a la nueva y desconocida existencia que le esperaba allende las trincheras. Estaba previsto que yo asumiera el mando de la operación en su lugar. Como era de prever, se negó. Él, decía, debía ser el último en abandonar esta locura que nos había hecho creer a todos. Súplicas y razones no sirvieron de nada. El se negaba con su mirada regada de cerveza y un pequeño cuaderno donde anotaba no sé qué cosas, ideas o poemas.

 

Y la guerra seguía. Los ataques de los comunistas eran más y más feroces, encarnizados por momentos, mandaban niños inexpertos a morir entre nosotros, niños a los que se asustaba con sólo gritarles en el cuerpo a cuerpo; pero manteníamos intacta nuestra artillería, un gran problema para nuestros sitiadores, que jamás consiguieron dar con sus emplazamientos porque cada noche variábamos el emplazamiento de las piezas mientras 3 ó 4 de los nuestros se escabullían camino de una incierta libertad de la que jamás ( así nos temíamos) tendríamos noticias. No faltaban lágrimas en los mensajes desesperados para las novias, las mujeres, y en caso de los homosexuales sus amigos, antes de depurar el último trago de cerveza, sin duda el más amargo.

 

Ignominiosa fue la muerte del tipo del Partido. Se suicidó al borde la locura en un descuido nuestro, perforándose los miembros con cristal de botellas de cerveza y tratando de lesionar a todo el que se encontraba a su paso.

 

Una aciaga mañana, el destino se volvió injusto. El capitán Hoffman había renunciado, como dije, a sus privilegios de escalafón y todas las mañanas se disponía a ocupar los cada vez mayores huecos que podían verse en nuestra trinchera. Según me contaron, una ráfaga le taladró la cara y la frente. Cayó hacia atrás, como una saco lleno, soltando maldiciones. Aquel suceso nos conmocionó a todos, nos puso más nerviosos de la cuenta e hizo que aceleráramos el proceso. Yo tomé sus pocas pertenencias y el cuaderno de notas con el ánimo de remitirlo a su familia, pero no hubo tiempo. La N, mi turno, ya había pasado, aunque como era mi deber permanecí en mi lugar. Lo curioso es que los rusos no notaban nuestra merma, tal era la fiereza y convicción en nuestra particular guerra contra la guerra, amén de la destreza de nuestros artilleros (los cuales, debo dejar constancia, también renunciaron a su turno conscientes de lo mucho que dependíamos de ellos).

 

Una mañana el campamento amaneció vacío. Tan sólo un puñado de indecisos permaneció allí, convenientemente aleccionados para hacerse pasar por supuestos buenos alemanes secuestrados por el grupo de traidores y cobardes con Hoffman a la cabeza, incluso a algunos de nuestros muertos los transformamos en víctimas de nuestra abyección para perfeccionar la coartada. Que Dios les haya dado suerte para que los jefes les creyeran, pues la iban a necesitar tanto como los escapados.

 

De mi vida, poco más que una recapitulación me apetece: mis documentos me avalaban como un cualificado cuadro político del Partido Comunista Alemán, al que los rusos creyeron y valoraron. Rápidamente, después de un hábil interrogatorio por agentes del KGB que superé, me convertí en su espía con importante participación en la constitución de la República Democrática de Alemania, años después. Pude poner a mi cargo e ir situando a los pocos camaradas que fui encontrando tras la diáspora, y mantuvimos el secreto hasta el final de nuestros días. Fuimos ejemplares ciudadanos y padres de familia de una sociedad socialista en la que no creímos, pero a la que ayudamos a construirse, pues no habíamos dejado de ser y sentirnos tan alemanes como los del otro lado del muro, donde tantos Judas renegaron de su pasado nazi con increíbles mistificaciones.

 

Los escritos del capitán Hoffman permanecieron conmigo hasta que recientemente los pude hacer llegar a sus familiares más directos. Pero ésa es otra historia.

 

Ex-teniente de Artillería Alois Netzer

Abril, 1967

 

 

 

 

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