ANDÉN CENTRAL

María Antonia Blesa

 

Fotografía: Natalia López

 

 

Siempre he sido enfermizamente sensible al lugar que ocupo en el espacio, dominarlo se convirtió en una obsesión. Daba igual aquí o allí, en definitiva espacio, desdibujamiento de mi identidad, provocación. Quizás por ello he permanecido tanto tiempo en esta ciudad (hubiera sido igual cualquier otra). Mi espíritu absorbe la negligencia o la belleza o el tedio o la ferocidad del espacio que habita y ya no puede, no quiere volver a ser más que eso que la sobrecoge. Además, ahora sé que todas las ciudades nos maltratan, todas quieren retenernos, engullirnos, hacernos parte de ellas. Matan como matan los niños, sin consciencia, tan parecido es todo a un juego.

 

Aquí sobre el andén central entre dos ríos confluyentes de hierro, cuando los veo perderse a uno y otro lado, parejos, en ambas direcciones, no soy asaltada como la mayoría por esa grata sensación de lo imprevisible, de la aventura. He de reconocer que siento cierta inquietud, pero es más un sentimiento mimético, compulsivo, por el que me identifico con lo otro, por el que soy (que es lo mismo que decir por el que es) una vez más lo otro. Siento esta inquietud como algo cálido que desde fuera me arropa, que relega por un momento al fondo de mí misma mi verdadera e imperturbable naturaleza.

 

Sí, sin duda es un sentimiento religioso. Me mezclo con agrado, tampoco podría evitarlo, a este racimo de viajeros, a este racimo de forma siempre fluctuante. Quisiera ir en cada uno de esos cuerpos, sentir cada una de las tristezas de lo que abandonan, cada una de las alegrías de lo que esperan, cada una de las alegrías de lo que abandonan, cada una de las tristezas de lo que esperan. Y, más aún, quisiera ser el sueño hondo y secreto por el que viajan antes de emprender este viaje y que este sueño fuera benévolo para con estos soñadores ciegos, para con estos amedrentados soñadores, para con estos Ulises confundidos.

 

Abandonad ya vuestro hogar, el que habéis levantado con piedras. Habitad sólo el hogar de vuestra sangre que os ha sido concedido sin esfuerzo. No es otra la aventura. Confiad en la sangre, ese anhelo que viene con la sangre es todo vuestro tesoro. Estos raíles no os llevarán a parte alguna.

 

Los cursos de estos ríos de hierro están trazados nítidamente, como las líneas de mi mano tienen múltiples lecturas, pero ejemplifican, son, una e idéntica geografía. Por más que estos raíles se extendiesen, alcanzasen uno y cada uno de los extremos del mundo (allí donde nos detuviésemos sería extremo), por más que estos raíles (imagino con creciente desagrado) se combasen dócilmente surcando toda la superficie del globo, yo no dejaría de sentir esa dolorosa sensación de acabamiento, de cumplimiento, de casa de mil, de diez mil, de cien mil puertas, que me produce el Mundo. Por ello siempre he sido expuesta al cielo, esta ciudad y mi imaginación siempre me han expuesto al cielo: esa vía impracticable.

 

Ya no puedo volverme atrás. Es todo lo que sé.

 

Esta estación: iglesia, pequeña majestad, gracia y rutina del movimiento. Esta estación invadida por ángeles y arcángeles, por seres siempre prestos a desaparecer, a desvanecerse en otros, de tal forma que los que acaban de cruzar la puerta de salida nadie podría decir que no son los mismos que los que acaban de entrar o los que están aquí esperando. Esta cambiante y alegre variedad, este alboroto de alas y pies ligeros quizás escondan, pues, un solo rostro y tal vez una sola alma.

 

Esta estación en volandas sobre los cuatro puntos cardinales en virtud de la luz de un día de lluvia. Nubes que se deslizan lentamente abriendo agujeros en el cielo. Agujeros por los que me escapo y voy tras de mí como tras un niño recién nacido que llorase allá en lo alto.

Fortuna. Un tipo se acerca y me ofrece la fortuna: 34.505 para el sábado, gran sabbat. Y mi niño sigue allá en lo alto, que siga llorando y llorando, no te traeré a la pila  bautismal, gran sabbat.

 

Por muy hermosas que sean sus aguas, por más dulcemente que se viertan como hoy sobre la ciudad, por más que quieras esta maravilla: naranjos, limoneros, palmeras, pequeños jardines recién refrescados; la transparencia insólita de los muros bajo la lluvia (sí, bajo la lluvia todo son accesos, todo se vuelve puertas y ventanas, todo insolencia, la mirada ya es tacto, lengua sobre la piel y sobre los muros); por más que quieras esta fuente que brilla en el silencio, tú, como los pájaros, ahora que llueve, escóndete y calla. No te bajaré a la pila del bautismo. Un niño en el limbo no es menos prodigio.

 

Estación de San Bernardo. Trenes que llegan del Mar. Que irrumpen allí al fondo sobre el telón verde, inquieto, de un pequeño bosque de eucaliptos. Y trenes que se alejan del Mar. Ya no puedo volverme atrás. Ninguno de nosotros, de tanto como somos, podemos volvernos atrás. Algo se desata, surge, quiere y ya, inevitablemente, le acoge un destino.

 

La voz que anuncia la hora de partida, la disposición de los vagones, llega hasta mí confusa. No puedo evitar estar ya en otra cosa (porque hoy la vida es un alfiler inmenso, te atrapa, te engancha a la lluvia que cae incesantemente, a la imposible textura de esta tarde por donde avanza el otoño, a las copas redondas de los naranjos, de los limoneros recién mojados…). Me concentro, me obstino en entender esa jerga apenas modulada, esa sarta de sonidos (¡oh dios cuándo dejaremos de ser niños ante feroces oráculos!) que media entre este instante y el siguiente, entre este instante y el siguiente que es mi destino, entre este instante y el siguiente que es fruto de mi decisión, mas no de mi voluntad.

 

Mi voluntad es materia, gravedad, comba el Universo; lo regula desde aquí, desde esta pequeña estación, desde esta aparente insignificancia.

 

Descanso la cabeza, la apoyo sobre la ventanilla como sobre el duro y transparente pecho de una madre de cristal. Siento el balanceo de su cuerpo de hierro que me lleva (madre serpiente). Si mirase, cosa que no haré, vería a través de su carne translúcida las últimas casas, los últimos jardines, los últimos desmanes de una ciudad que me ha podido. Sabiéndolo, la dejo ahí, hundiéndose en su propio espejismo como una virtuosa del hechizo.

 

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