LA ISLA

Francisco Blesa

Fotografía: Julián Ruíz

Ahora duermo. Mañana caminaré o nadaré en el plancton o seré pasajero de raíces aéreas. Las emanaciones de la naturaleza invaden mi retiro. Soy yo quien está aquí, pero es fácil dudarlo. También es fácil contemplar los devaneos del agua, la persistente lluvia, las mareas. El tiempo parece detenido. Y la luz, esta luz cegadora. A mediodía culmina la pesadez del aire, que es en otros momentos de extrema ligereza (los olores del mar, la piel sensible). También la noche es inmensa y ligera. Una noche que aquí sucede en ocasiones aún no acabado el día. Pequeñas noches minúsculas repartidas, oscuridades matinales o sombras vespertinas, fugaces e inesperadas, que traen los vientos poderosos del mar, con los que a veces tiemblo. El temblor, que existe en mi consciencia (o memoria) como indicio del cambio, cuando vengo a pensar que todo sucede aquí medidamente. Deambulo entre las plantas, contemplo los hormigueros, miro los ojos inmóviles de los reptiles y de los peces. Mientras tanto la vulva de las madres se abre cada día con un dulce chirrido misterioso y las algas en la playa  se deshacen con lentitud. Qué paz. Hasta los vegetales me visitan. Hasta los búhos se habitúan a mi presencia. Al principio precisaba el sigilo para mis furtivas aproximaciones a todo lo vivo, ahora  mis pies se confunden con el suelo húmedo del bosque, con la arena y el agua.

Llovió durante muchos días. Era como si el mar hubiera decidido poseernos y estirara sus brazos húmedos, sus dedos líquidos entre los árboles, el polvo y las piedras, solamente buscándonos. Entonces hasta el aire tuvo color de océano, hasta la piel de las liebres y la pluma de las gaviotas, alados ojos vigilantes del piélago repartido. Cuando amainó el temporal, la isla quedó cubierta de charcas en las que flotaban ramas y troncos caídos de los árboles viejos. Descubrí que esos troncos, parcialmente huecos o agujereados, tenían vida en su interior, estaban habitados. Musgos, líquenes, orugas y aladas criaturas invisibles ronroneaban en la sombra. Había además insectos luminosos, brillantes, luciérnagas acaso u otra suerte de seres por mí desconocidos. Aquella pequeña tiniebla flotante era un mundo en ebullición, de incomprensibles osadías espaciales tan cerca de mí. Estaba acostado sobre la tierra húmeda y la inminencia de estos pasadizos me hacía gemir. Mi frente ardía. Percibía confusamente el ritmo y la ordenación del universo, acaso la modulación del paraíso. El olor de algunas flores y el zumbido de los insectos penetraban con sutileza en mi mente, deshaciéndola sin violencia y alumbrando una suerte de fina percepción plástica e inmediata para mí desconocida. Escuchaba sin entender aquellas voces descubiertas en las que me parecía oír, sentir, la melodía de una primaria, primordial integración de todas las criaturas.

No estoy solo en este atardecer al fin del mundo. Lo que al principio  entendí y percibí como hostilidad de la isla y sus criaturas, sólo era miedo, que ahora sé ocasionado por la distancia y por el desconocimiento de una oculta armonía. Ello me recluyó en esta casa tan vieja como mis manos, tan desvencijada en medio de los vientos como mis últimas ideas. Luego, mis cotidianos paseos y la necesidad me han ido aproximando lentamente a las cosas y propiciando no sin dificultad su entendimiento. En la contemplación del cielo estrellado de la noche entreveo a veces el impreciso recuerdo de alguna revelación, el de un pasajero y lejano aturdimiento que me acercara o abriera por sólo unos instantes a inmensidades parecidas a esta, la de la comprensión de la isla hoy. Sobre la arena y las piedras caldeadas tiendo mi cuerpo gastado, muy cerca del mar, ya sin la melancolía del retorno imposible. Mirando el vuelo de los pájaros, oyendo el oleaje, sin hacer nada, culmino la ceremonia de mi disolución en las lagunas de la pasividad, sumiso a las leyes de la isla, que no permite deserciones.

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