Stratis Mirivilis

(Traducción y nota de Margarita Ramírez-Montesinos)

Egina, como antigua capital, alberga algunas mansiones históricas. La casa de Trikupi, la casa de Capodistria, de los Búlgaros. Alberga, asimismo, la mansión de los Zaïmidis. Aislada entre la frondosidad del follaje, aristocrática y silente como su último histórico propietario, a quien los caricaturistas de la época representaban con luengos y blancos bigotes anudados en la boca. También alberga la cárcel de Egina. Viejo edificio de los primeros años de la Grecia libre, repleto de recuerdos del Gran Levantamiento. El gobernador lo había construido como el primer orfelinato del país. Dentro de sus salas con telas de araña pasaron su primera infancia los huérfanos de los héroes muertos en el 1821.

Empero, todavía persiste un edificio que atrae la atención de los visitantes de esta hermosa isla sin suscitarles ningún interés histórico. Es un molino. Viejo, colosal, repleto de silencio y polvo. Un ventanuco apenas deja penetrar la luz en su interior oscuro, donde durante el día penden, boca arriba, de su techo en ruinas, millares de murciélagos. Aguardan a la noche en la que se precipitarán por la ancha abertura de la puerta y tras batir sin ruido las frías y flexibles alas saldrán a la caza de mosquitos y otros insectos alados. El molino de la hortelana yergue su porte triste, desdichado entre el espesor de los pinos y de los sombríos cipreses que lo bordean. Cuando declina la tarde, su tosca silueta fosforece al claro de luna con una blancura espectral. Hasta hoy día, sus aspas desvencijadas cuelgan destrozadas por el paso del tiempo a la par que harapos de sus aspas son sacudidos por el viento marino sobre las antenas podridas. Las lluvias, los vientos, las tormentas y también los años transcurridos y que siguen transcurriendo a través de este pétreo edificio han hecho de las velas jirones, han pelado las cuerdas y han taponado con matojos y plantas podridas agujeros y grietas. Si te atreves a traspasar la puerta ruinosa abriéndote camino con el bastón entre matorrales y ortigas que audaces brotan en torno, has de apartar sin tregua a tu paso repugnantes cortinas polvorientas que han colgado por doquier las arañas. Apenas das un paso para entrar, oyes extrañas carreras, repentinos arrastres de invisibles lagartijas y bichos que sorprendidos por el ruido de tus pisadas, se cuelan en sus escondrijos. También hay ratas, serpientes, víboras, que cazan ratones chillones como polluelos. Hay asimismo lechuzas encaramadas en las vigas de madera podrida del elevado techo. Y también aguardan a que llegue la noche y les abra los ojos para salir de caza.

En pocas palabras, se trata de una ruina sin ningún encanto, y sin ninguna relación con el periodo en que Egina ocupaba en la historia de los primeros años de la liberación de Grecia. Los habitantes de la isla cuando divisan a la intemperie de la noche esa mole fosforescente en la arboleda, la consideran un fantasma. Hacen la señal de la cruz y se apresuran a pasar de largo. Porque esta ruina, dominada y habitada desde antaño por todo reptil y volátil nocturno, alberga, asimismo, su historia humana, ya que fueron hombres quienes la construyeron y hombres quienes la trabajaron... Y una vez más redacta una página de la eterna historia del miserable corazón humano que lucha y se debate con su destino, y es tan fuerte su desgarro que ningún historiador se dignaría agacharse a escuchar y a registrar sus gemidos."Hay ciertos dramas con labios sellados", como dijo Palamás.

Hubo una época en que también esta ruina vivió su juventud. Alegre y feliz juventud, repleta de canciones y de pasión, cuando por sus muelas corría inagotable la harina para el dulce pan casero, bendecido por el cotidiano trabajo y el buen corazón. No eran, como son los actuales, eléctricos, ni conocían la industria del pan. Cada ama de casa y cada isleño traía la molienda y se la llevaba harina para su sustento diario. El molino de la hortelana lo había construido un joven, por su nombre, al parecer, forastero. Andreas de Mani. Un hombre vigoroso, honrado y huraño. Trabajador y duro. Nunca se comía lo del pobre, pero tampoco nunca regalaba nada de lo suyo, que lo defendía hasta la última migaja.

Una vez que llegó y se arraigó en esta isla, emprendió dos negocios prósperos y lucrativos. Instaló este molino y más lejos, al borde del mar, una jabonería. En principio fue el molino. Lo trabajaba él solo y se las arreglaba a las mil maravillas. Los habitantes de la isla estaban satisfechos de su seriedad y honradez. Luego, cuando aumentó la faena con la instalación de la jabonería y no daba abasto, se trajo de Mani al hijo de su difunta hermana, Zajarías, su único sobrino. Era un buen mozalbete de veinte años cumplidos. Enjuto, flaco, como un genuino de Mani. De rostro hermoso, tez morena, trazos afilados, pelo negro y rizado. Veneró a su tío en cuanto lo conoció de cerca, y el tío lo amaba como a su propio hijo. Apreciaba su timidez propia de una muchacha, su parquedad en palabras, su tenacidad inagotable en la faena y su constante diligencia. Una auténtica bestia en el trabajo, igual que él. Lo observaba con un orgullo que jamás manifestaba, cuando sin refunfuños ni quejas, aun exhausto, hocicaba en la faena, cuando siempre sonriente, trepaba al aspa, encendía el fuego en la caldera de jabón bullente, cargaba los sacos. Veía a su difunta hermana en el porte cimbreante de templada espada del muchacho, en su rostro perlado de sudor y brillante, en sus grandes ojos de terciopelo, que cuando sonreía se impregnaban de la dulzura de la muerta y sus dientes resplandecían como blancas almendras.

Sin embargo nunca se lo había confesado, era persona opuesta a toda clase de demostraciones afectivas y lisonjas. Así es la gente de aquella tierra árida y severa, nunca sometida al yugo de la esclavitud, y cuyas casas son torreones cerrados, encerradas en alcázares calados por pequeñas ventanas enrejadas y a la par troneras. Nunca dan rienda suelta como desahogo a los sentimientos que hierven en sus entrañas. Por eso aman y odian con la misma pasión.

Tan sólo una vez; era un bello crepúsculo, en que juntos, tumbados en la arena, descansaban, tras la dura jornada de trabajo.

Andreas de Mani tenía abierta la tabaquera y liaba un grueso cigarro, y el muchacho tras haber arrojado su ropa, se echó a nadar en el agua que como oro fundido se esparcía bajo la dulce puesta de sol. Lo vio Andreas justo cuando salía del mar, su joven cuerpo resplandecía de haces dorados en la tardía luz del mar. El joven se tendió en la arena feliz, rebosante de salud y juventud.

-“¡Ay tío, mira qué hermosura!”, exclamó sin poder contenerse.

Y su brazo desnudo trazó un círculo envolviendo la tierra y el mar.

Andreas sopló el humo, tendió la mano, y agarrando con sus dedos el cabello mojado del muchacho le hizo girar la cabeza frente a la suya.

- “Zajarías, exclamó, ¡tu difunta madre es tu vivo retrato, muchacho! También mi hermana como tú se quedaba contemplando en el ocaso nuestra mar y nuestras montañas. Los trabajos que ha realizado Dios son hermosos y buenos, y esto es lo que debemos realizar nosotros; trabajos hermosos y buenos. ¿No es así? Y no temer a nadie...”

-“Sí, tío”, respondió emocionado el chaval... Y quedó meditabundo.

- “Ahora vuela a ver si la caldera hierve, no sea que necesite más fuego...”

El joven saltó como un resorte, se aprestó a vestirse y echó a correr a la jabonería.

Y mientras así se deslizaban sus vidas solitarias alternando las dos faenas, un nuevo evento, la boda de Andreas de Mani, vino a cambiar su flujo. Andreas rondaría los cuarenta cuando conoció a Melissiní.

Era una muchacha huérfana de padre, al filo de los veintitrés o veinticuatro años, y acompañaba a la madre siempre que llevaba la molienda al molino.

A Andreas le impresionó la belleza y pureza de la joven. Hasta entonces nunca se hubiera parado a pensar en lo de casarse. Y en el caso de haberlo pensado siempre con alguna moza de Mani. Ahorrar un poco de dinero, viajar a su tierra, mas pese a sus planes, la disciplina del trabajo no le permitía nunca alejarse de la isla. Pero ya con su sobrino al lado y conociendo la valía del muchacho, comenzó a planear este viaje, siempre soñado y jamás realizado. En cuanto Zajarías madurase un tanto le confiaría el negocio en su ausencia, y luego regresaría de su terruño acompañado de una chica de su rango. Pero no así lo quiso la suerte.

Le comía tanto el seso esta pequeña que terminó por caer en la cuenta de que era la muchacha de sus sueños, con la que compartiría el pan y la vida. Su corazón latía, algo sentía en sus adentros, algo que le rebullía festivamente cada vez que la veía venir, floreciente como una rama de manzano, su pañuelo amarillo calado hasta sus espesas cejas. Y cada vez que le dirigía la palabra y ella alzaba hacia él sus juguetones ojos, sonrojada de rubor, una dulzura temblaba por no rezumar en sus adentros como gota de miel.

Al final se decidió. Un buen día llamó a su madre aparte y le abrió su corazón. La anciana, al escucharle, se volvió loca de alegría. ¿Si lo quería para Melissiní? De la mano de Dios y a la de él con su bendición. ¿Un amo de casa tan galán? Corona en la cabeza de ella, ¡qué otra cosa mejor podría desear la huérfana!

La anciana se echó a llorar. Andreas la interrumpió:

-“Pero vamos a preguntarle también a la pequeña a ver qué dice”.

-“¡Claro que se lo preguntaremos, hijo mío! Ya hablaré con ella esta misma tarde, y vendré mañana a hablar contigo”.

-“Muy bien, tía Marusa. El trato está hecho, lo hemos acordado entre los dos.

La misma tarde la madre le preguntó:

- “¿Hija mía, qué te parece el señor Andreas?”

- “¿Qué señor Andreas, madre?”

-“¡El molinero, tonta!”

- “¿Cómo me va a parecer? Un hombre bueno y digno. ¿Por qué me lo preguntas?”

-“Y un hombre apuesto, y además guapo y rico, ¿no?”

-“Sí, madre”.

-“¿Te gusta para marido, hija?”

-“¡Ay madre! ¿Con nuestra pobreza y con nuestra orfandad, cómo se te ocurre? Yo una muchacha sin dote, sin tener donde caerme muerta, poner los ojos en una persona tan importante. ¡Es para echarse a reír!”

La anciana se le acercó, tal como estaba inclinada, atizando el hogar y removiendo la comida en la olla. Cogió el rostro de la chiquilla en su regazo y la dio un beso en la mejilla.

- “No te rías, hija mía, él fue quien puso los ojos en ti, y fue él quien me habló de ti. Conoce nuestra pobreza y nuestra lucha por sobrevivir, y no es esto lo que cuenta para él. Sólo quiere saber si tú lo quieres. Está loco por ti. Y dispuesto a casarse contigo si tú lo consientes...”

La muchacha interrumpió la risa. Se había quedado pálida. Sus labios temblaban.

-“¿Y pues...?”

La muchacha se echó a sus brazos, empezó a besarla con gemidos de alegría.

No tardó en celebrarse la boda, y se convirtió en un ejemplo de júbilo y de juerga para la isla. El reciente matrimonio se instaló en la jabonería en la que Andreas había dispuesto tres nuevas habitaciones.

Zajarías vivía en el molino.

Antes de celebrarse la boda, el tío lo llamó para comunicarle su decisión:

-Oye, le dice. Eres el único pariente que tengo en el mundo y el único al que quiero. Desde hoy no eres mi empleado. Serás mi socio en los beneficios y, en cada ausencia mía, tu quedarás al frente de los dos negocios.”

El muchacho se inclinó a besarle la mano, profundamente emocionado.

-“En la vida y la muerte, tío, seré tuyo.”

Andreas acarició su cabeza rizada.

- “¿Bajo la palabra de honor de un hombre de Manis?”

- “¡Bajo la palabra de honor de un hombre de Manis, tío!”

Llevaron adelante aún con más coraje el trabajo, que se multiplicaba constantemente. El jabón comenzó a viajar allende Grecia, a ciudades de Asia Menor hasta el punto que no daban abasto en los encargos.

Hubo que agrandar la caldera, elevar el guardafuegos, hacer una instalación de hierro para volcar y vaciar en los moldes, poco a poco, la papilla viscosa.

Los moldes estaban formados por cuatro tablones enormes que constituían un rectángulo de cuatro dedos de profundidad. Primero revestían el molde con papel de hojalata para evitar que el producto se adhiriera en la tabla. El jabón se vertía dentro, y dentro se enfriaba y se cuajaba. Cuando adquiría la solidez necesaria, en primer lugar, se trazaban las incisiones. Sirviéndose de un cordón largo empapado en pintura roja, los dos obreros diestros marcaban la masa blanca con líneas horizontales y verticales hasta quedar señalada una cuadrícula de cuadrados parejos. A continuación con un cuchillo adecuado, ancho, muy afilado lo cortaban de un extremo al otro sobre los trazos rojos. Finalmente, a cada pedazo de jabón con un golpe de maza incrustaban el sello del negocio. Finalizada de esta manera la faena, no quedaba más que, una vez ensacada la mercancía, cien trozos por saco, de tejido especial, precintadas las costuras con sellos de plomo, enviarlo al mercado. Una M mayúscula insertada en una corona de ramas de olivo señalaba la marca del producto, muy solicitado ya por una nutrida clientela gracias a la pureza y proporciones de sus ingredientes siempre iguales e inalterables.

El negocio navegaba viento en popa hasta el punto que no les dejaba mucho margen de tiempo para el trabajo del molino. En medio de todo este barullo de nunca acabar, Melissiní consagrada al cuidado de la casa expandía la alegría de su presencia con su incesante buen humor y la pletórica hermosura de su juventud. La canción nunca se ausentaba de sus labios y, a menudo, cuando los dos varones trabajaban en la planta baja, la oían arriba en su ir y venir arreglando las habitaciones del matrimonio y cantando a media voz y entonando rimas amorosas rematadas siempre con el mismo estribillo :

“Alondra mía, ave dorada,

tú que cada mañana me despiertas.

Alondra mía, alas doradas,

Labios de rocío.

Alondra mía, alondra mía,

¡a mi marido has seducido!”

Andreas se detenía de vez en cuando, aguzaba el oído y sonreía feliz al muchacho. Volvía levemente a diestra la cabeza:

-“¿Oyes? Nuestra alondra...”

También Zajariás escuchaba, asentía con la cabeza y su rostro moreno se ruborizaba.

Así sucedieron tres años plenos de felicidad, y una única infelicidad: la muerte de la anciana. También Andreas abrigaba una secreta pena, nunca a nadie confiada; el retraso en demasía del hijo que con tanto anhelo esperaba la pareja. Sin embargo, nunca se quejó a su mujer, dispuesto a todo con tal de verla, a su lado, feliz y contenta. Siempre que embarcaba en el caïque de la empresa y marchaba a Atenas a encargar aceite y potasa cáustica, volvía con las manos cargada de adornos y regalos para ella.

-“¡Ven, alondra!, la llamaba desde la planta baja. ¡Todo para ti!”

Y ella corría como una chiquilla, se recolgaba de su cuello y le llenaba de besos.

-“Ay, mozo mío qué bueno eres!”

La zarandeaba por los aires apretujándola como loco.

-“¡Tú si que eres mi tesoro, alondra mía! Esto no es nada comparable a la alegría que me da tu amor”.

Un buen día se fue de nuevo a Atenas. En esta ocasión tenía que entregar la mercancía a unos representantes.

Calculó su vuelta como mucho en un par de días. Sin embargo, pudo librarse pronto del trabajo, y como el viento era favorable para el regreso, embarcó y llegó rápidamente. Apenas fondeó, echó a correr contento a casa, a celebrar la alegre sorpresa de Melissiní que no lo esperaba aquella noche.

Había anochecido completamente. Un viento otoñal torturaba los ramajes y obligaba a los cipreses a balancear sus cimas en la luz intensa de la luna. Entró en la jabonería, echó un vistazo al guardafuego de la caldera. El fuego ardía con fuerza. Muy bien la había alimentado Zajariás. Subió la escalera sin hacer ruido para sorprender a Melissiní con el paquete que traía. Se dirigió directamente a la alcoba, donde brillaba una gran lámpara colgada.

- “¡Alondra, llamó. ¡Aquí estoy, mi niña!”

La puerta de la habitación estaba abierta. Entró y se quedó de piedra.

El sobrino, desnudo hasta la cintura, dio un salto, y su mujer, a medio vestir, intentaba cubrirse el pecho.

El paquete con los regalos cayó de sus manos. Apretó los dientes. Y con una voz que no reconocieron sus oídos, una voz gélida, sin gritos, exclamó:

- “¡Anda!, ¿estás aquí, hijo mío? ¿Y qué haces aquí?”

El joven temblaba de la cabeza a los pies. Se sentía desconcertado e intentaba articular dos palabras :

-“Me pasé por aquí para ver cómo iba la cocción”.

-“¡Sí...! Y ¿cómo va la cocción, hijo mío?”

-“Va bien, tío. Ha cuajado... Mañana... Pienso que podremos apagar el fuego...”

-“¡Ah! ¿sí? Vamos para que yo también le eche un vistazo...”

Bajaron los cuatro escalones de la escalerilla. Un pasillo de tablones conducía hasta el borde de la caldera. Colgado sobre ella, un enorme farol alumbraba la superficie de la masa bullente, y sus borbotones, grandes y redondos, rompían con un sonido blando. Aceite de jabón y potasa cáustica.

-“¡Está bien!”, exclamó.

Lo agarró con sus brazos de hierro y lo arrojó al aceite hirviente.

El joven, tras un prolongado aullido, se hundió en la papilla que borboteaba, sin reaparecer en la superficie.

- "Está bien”, repitió Andreas

Todavía permaneció allí un rato, contemplando la masa hirviente. Luego, subió a la habitación.

La mujer estaba caída en el suelo, desmayada. Sus pechos desbordaban su abierto camisón. Su abundante cabello, suelto, una masa negra esparcida en los tablones.

Se arrodilló, la agarró por el pelo y comenzó a arrearle bofetadas para que volviera en sí.

Y como tardaba, la dejó de nuevo en el suelo, salió y llenó un vaso de agua fría, se inclinó y lo arrojó bruscamente en el rostro de la joven. Ésta como recorrida por un escalofrío, se movió. Entornó los ojos y, cuando comenzó a reanimarse, lo vio de pie sobre ella. Entonces sus ojos se abrieron con espanto. Se mordió la mano para no gritar.

Andreas la seguía mirando. Una espantosa sonrisa descubrió sus apretados dientes.

-“¡Ven, alondra! ¡Arriba!, recoge tus tetas y vámonos.¡Otro trabajo nos queda por hacer...!”

Y su voz, con la misma frigidez, sin erupciones.

Oprimió con los dos brazos de ella su desnudez. Intentaba articular una palabra y no podía. Su mandíbula temblaba y se oían el castañeo de sus dientes como de fiebre elevada.

-“¿A..., adónde vamos...?”

- “A nuestro molino, al otro lado, alondra...”

- “¡No! ¡No! murmuró entre dientes.”

Se inclinó, la agarró con fuerza el brazo desnudo y la llevó a rastras como un objeto inane. Estaba descalza y las espinas taladraban sus pies a lo largo de todo el camino. La luna brillaba esplendorosa y un viento cada vez más gélido balanceaba las ramas.

La arrastró hasta el aspa y la ató firmemente en la antena por las manos, los pies y la cintura. Ella no hablaba. Chirriaban sus dientes y la luna llena iluminaba sus ojos abiertos y su torturado rostro. El viento sacudía a diestro y siniestro su melena al igual que una bandera negra y rasgada.

Él, sin perder su frialdad, sin arrebato alguno, fue a desatar la cadena que fijaba el aspa. Un viento violento hinchó las velas, el colosal esqueleto del artilugio crujió y el aspa comenzó a girar arrastrando hacia arriba el cuerpo atado. La subía y la bajaba sin descanso, a veces cabeza arriba, otras cabeza abajo.

El molinero se sentó, de espaldas al artilugio, en el parapeto donde la clientela apoyaba los sacos de la molienda. Dentro se escuchaban las muelas girando y refrotándose entre sí con ruido grave.

Al principio, una o dos veces, cuando el aspa arrastraba hacia abajo el cuerpo atado, un leve susurro se escuchaba de su boca, sin sentido. Después, nada. Silencio. Tan sólo se escuchaba el estrépito rítmico del artilugio, y el clamor de las muelas.

Enfrente, la mar resplandecía bañada en luz. Lejos, muy lejos, un pequeño caïque de vela blanca navegaba, luna llena.

Tras un buen rato, Andreas se levantó, se detuvo detrás del aspa y desató el cuerpo de la mujer. Lo cogió en brazos, lo depositó en el parapeto donde había estado sentado y se alejó. Se fue y no volvió a aparecer en la isla, tampoco jamás se interesó por la fortuna que había dejado. Unos decían que se había retirado a la vida de oración al monte Santo; otros otras cosas. En verdad, nadie supo jamás que había sido de él.

A la mañana siguiente encontraron a Milissiní merodeando por la orilla del mar con el camisón puesto, la melena suelta... Tiraba al agua guijarros y, la boca semi entornada, reía como una niña. En su nebulosa mente se había apagado su vida anterior, no pudo recordar jamás nada. Caminaba a la deriva, erraba por los campos, por las huertas de la isla, por las playas. Comía si le daban algo, fruta, hortalizas, lechugas, membrillos, y se acurrucaba allí donde la noche la sorprendía.

Solía huir de lugares habitados y cuando se encontraba con un ser humano, levantaba el brazo como protección y se quedaba mirando como un niño asustado que espera su bofetada. La ropa que le daban la iba deshilachando con esmero y la tiraba.. Sin embargo en esta alma muerta permanecían indelebles la juventud y la frescura de su belleza, y por ello los pastores y campesinos cuando la encontraban, oscurecido ya, la tendían en la hierba y satisfacían sus deseos. Les dejaba hacer lo que se les antojara y cómo se les antojara y se limitaba a levantar el brazo ante su rostro todo el rato mientras estaban ocupados con ella. Esto al final le proporcionaba placer y reía como una niña con los caprichos de los hombres, que le parecían cómicos y los relataba con un ingenuo cinismo.

Finalmente, el obispo tomó cartas en el asunto y la internaron en un manicomio.

 

 

Stratis Mirivilis. Nació en Lesbos en 1892. Se le considera el precursor de la generación de 1930 y el más importante escritor de la literatura narrativa neohelénica, después de Alexandros Papadiamandis.

Es un escritor que seduce al lector por su arte narrativa extraída de toda la rica tradición de la lengua griega.

Muy pronto, a causa de los acontecimientos bélicos que vivió Grecia en las primeras décadas del siglo XX, se alistó y vivió la situación dramática de un ejército en lucha y de la población civil, principalmente campesina. El terror y la angustia en el frente y las diarias pruebas de los jóvenes que luchaban por la liberación del territorio griego ocupado fueron la yesca para escribir dos de sus más importantes relatos, La vida en la tumba, a pesar de todo su contenido épico y anti belicista, no era una novela propiamente dicha. Pero los escritores de esta generación apuntaban a la novela; y Mirivilis escribe en 1933 una verdadera novela: La Maestra de ojos dorados. La guerra fue una experiencia muy amarga, el protagonista regresa de la guerra a Mitilene y se debate entre el respeto a la memoria de un amigo asesinado y el amor que siente por su viuda. Su tercer gran relato es La Virgen de la Sirena la historia de unos refugiados de Asia Menor que se establecen en un pequeño pueblo costero de Mitilene. Lo que persigue el escritor es reproducir la vida social de estos sencillos pescadores isleños.

Sin embargo el estilo de su prosa culmina con su libro excepcional Vasilis el albanés. Es la historia de un hombre del pueblo, lleno de belleza e impulso vital, y juntamente la audacia y libertad de un hombre excepcional que desprecia los convencionalismos sociales y se apoya sólo en su valentía -valentía que traspasa y llega a la hybris y la destrucción-.

Continuó su producción con una serie de relatos, más tarde recogidos en un libro : El libro verde 1930, El libro azul, El libro de color cereza 1959. Su fuerza dinámica en estas narraciones, centrada en estrechos marcos, aparece en toda su intensidad; su estilo está siempre trabajado artísticamente y la frase vivamente coloreada.

Se dedicó también a la literatura infantil, el Argonauta, y a la poesía.

Sus escritos bajo el título Desde Grecia, así como sus regulares homilías dominicales transmitidas por la radio, que escuchaba casi toda Grecia, constituyen páginas de una especial valía de narración y de inspiración.

Fue presidente de la Sociedad nacional de escritores griegos y miembro electo de la Academia de Atenas.

Sus novelas han sido traducidas y publicadas en muchas lenguas. En especial la Virgen de la Sirena ha tenido mucho éxito en muchos países.

Su obra La Vida en la tumba es considerada como una de las más importantes obras anti belicistas de la literatura universal.

Stratis Mirivilis abandonó la vida en 1969.

 

 

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