EL SONIDO DEL MAR

Manuel Moya

Lo dijo Juanjo y todos nos echamos a reír. No os lo vais a creer, pero por el coño de la Luci se escucha el mar. Ninguno de nosotros, claro, había visto el mar. Nadie excepto la Luci que, como su padre era guardia civil, había vivido muchos años en un pueblo con mar. Nosotros, claro, lo habíamos visto en la tele, pero el mar de las pelis suena muy muy poquito, con un rum-rum de nada que no llama la atención, que casi no se oye. Un mar de truco.

A mí aquello se me metió en la cabeza y no había manera de que se fuera. ¡Coño!, el mar, y allí, tan tan cerca.

-¿Y tú cómo lo sabes? -preguntó Sebas.

-Tirititran trantrantrán- replicó Juanjo con los ojos como en blanco, imitando a los santos de las láminas.

-¡Venga yaaa!.

En eso quedó la cosa. Después nos fuimos al pinar a echar unos cigarros y decirnos boberías, pero a mí, lo del mar me tenía ya medio tarumba. Venga Lolo, que pareces chío. Aquella vez, lo juro, no me alteré. Si otras veces hubo ventolera con aquello, ahora me dio igual ser chío o no. Rum-rum, rum-rum. Así toda la tarde.

-¿Qué?, ¿nos la echamos a ver quién mea más largo?.

A la Luci la vi al día siguiente, cuando vino a preguntarme por Juanjo. Me hice un lío al responderle y ella me dijo que a ver si le decía que nos encontraríamos por la tarde en la alberca. Nada le referí a Juanjo, pero a la tarde me escondí cerca de la alberca. Venían juntos y riéndose. La Luci se quitaba la falda y él la apretaba por la cintura hasta que cayeron riendo sobre la hierba.

Juro por éstas que me ardían las sienes y se me aflojaban las rodillas.

Después llegaron los otros y yo mismo, cuando se me fue yendo el apretón. Pero estaba en la alberca y pensaba en el mar. En el ruido del mar.

-¿Cómo es el mar? Le solté a la Luci cuando los otros estaban metidos en la alberca haciendo el burro.

-Muy grande -respondió casi distraídamente-. Muy grande... y muy peligroso.

-Ya, ya me figuro, ya.

En casa mi padre gritaba que parecía bobo, que no echaba cuenta en las cosas de la tienda y que se me derramaban los piensos o el vino, que no daba bien el cambio, que estaba a medio cocer. Esas cosas. Juanjo y los otros se reían de mí porque según ellos estaba empajillado perdido y yo, qué iba a hacer, los dejaba reír y hasta me reía con ellos, por seguirles la juerga. Pero una tarde, en la alberca, lo soltaron delante de la Luci y ahí sí que me entró la ventolera. Ella se rió con ganas, abriendo mucho mucho la boca y dejándose señalados los dedos en el pecho.

-¿Has vuelto alguna vez por el mar?

-Y venga con el mar. ¿Qué te habrá hecho a ti el mar?

-No sé. Que no me lo figuro, sólo eso.

Poco a poco, aunque no dejaba de darle vueltas a la cabeza acerca del mar, me fui centrando en mis cosas, pero una mañana, como tantas otras veces, se acercó la Luci a la tienda y me preguntó por Juanjo, y sin saber cómo la miré a los ojos y le pregunté que si yo no le servía. Ella se quedó un momento como sin querer entender, pero después de comprobar que nadie podía escucharla, me examinó de arriba a abajo, como jamás me había examinado nadie.

-¿Pero tú -carraspeó-, no andabas empajilláo?

No contesté y ella se giró, como diciendo, chúpate esa. Durante horas rumié y rumié cada gesto y cada palabra de la Luci, mientras me temblaban las manos, se me derramaban las cosas y me equivocaba una y otra vez en los cambios. Lolo, cariño, que parece que te falta un hervor.

Aquella tarde, antes de ir a la alberca me moría de vergüenza, pero noté que la Luci en vez de rehuirme, se acercaba a mí, como dejándose querer.

-¿Quieres escuchar el mar? -me preguntó mientras se untaba crema por la espalda.

-Tiene que ser bonito -respondí sin dejar de mirar su espalda.

-Y peligroso -agregó.

-Ya... -contesté, y me encogí, me encogí de hombros.

 

 

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