TEXTOS MEXICANOS

Ramón del Valle Inclán

 

De Ramón del Valle Inclán que, como el autor del Tenorio (al que dedicamos otra página en este especial), marchase a tierra azteca a olvidar amores, ofrecemos una serie de artículos publicados en su momento en diferentes periódicos y revistas mexicanos y españoles y rescatados más tarde en libros, hoy difíciles de encontrar, por estudiosos como William L. Fichter o Luis Mario Schneider, que constituyen un valioso reflejo de su paso por el país que, a juzgar por su propia confesión a Alfonso Reyes, le abrió los ojos y lo hizo poeta. Al margen de los eruditos matices y consideraciones de los especialistas, en estos textos primerizos de Valle ya están esbozados personajes y ambientes que se desarrollarán después en relatos como “La niña Chole” o la “Sonata de Estío”. Lilí, luego aludida en esa novela como si fuese otra, prefigura ya aquí a la Niña Chole, tanto que el final de la narración es, al pie de la letra y sólo cambiando el nombre de Lilí por el de Niña Chole, uno de los cuentecitos (“Del libro Tierra Caliente”) que aquí reproducimos. Igual que el episodio de los dos jarochos (naturales de Veracruz) que juegan a las cartas en el barco en “Sonata de Estío” es casi totalmente el mismo –cambiando un fraile por un adolescente rubio y poco más- que el que se reproduce en el artículo “Tierra Caliente (A bordo de la fragata Dalila)”. Tienen interés éstas muestras de la escritura valleinclanesca entre otras cosas como testimonios de su actividad literaria en México y/o como consecuencia de su estadía allí, pero también porque nos revelan parte de las bambalinas, del proceso creativo del escritor, al que no es ajeno el trabajo de carpintería y el aprovechamiento de textos antiguos nacidos independientes que monta luego como las piezas de un puzle. También se nos muestra en estas líneas un alter ego poco conocido del gallego cuyo heterónimo por antonomasia sería para siempre el Marqués de Bradomín. Se trata de Andrés Hidalgo (amante de la tal Lilí que luego, sin dejar de ser ella misma, será Niña Chole, novia de Bradomín, en un rarísimo proceso de metempsicosis o escamoteo), al que Don Ramón mata (con sus poderes literarios, claro) en México y de cuya obra se convierte en albacea para luego saquearla sin el más mínimo pudor. Bromas aparte, además de singular y raro, no parece ser un material desdeñable para trabajar los entresijos de la creación y estudiar el proceso evolutivo de nuestro genial duopontino. Dado que su obra ya pertenece al dominio público también nos hemos tomado la libertad de incluir entre los links de este número dos enlaces internos de donde los lectores pueden bajarse las dos novelas de Valle de tema mexicano por excelencia: la arriba aludida “Sonata de Estío” y “Tirano Banderas”. La viñeta que ilustra la página ha sido sacada de un cómic de la mexicana Editorial Novaro, de su colección Vidas Ilustres, titulado “Don Ramón María del Valle-Inclán, viejo fantasioso y genial” e inspirado en los trabajos biográficos que el no menos admirable Ramón Gómez de la Serna hizo sobre su tocayo.

 

Bajo los trópicos

(Recuerdos de México)

I

En el mar

Acabamos de anclar. El horizonte ríe bajo el hermoso sol. Siéntense en el aire estremecimientos voluptuosos. Ráfagas venidas de las selvas vírgenes, tibias y acariciadoras como alientos de mujeres ardientes, juegan en las jarcias; y penetra y enlanguidece el alma, el perfume que se siente subir del oleaje casi muerto. Dijérase que el dilatado Golfo Mexicano también lleva en sus verdosas profundidades la pereza de aquella atmósfera de fuego, cargada de pólenes misteriosos y fecundos, como si fuese el serrallo del universo.

Desde la toldilla contemplo con emoción profunda la abrasada playa, donde desembarcaron, antes que pueblo alguno de la vieja Europa, los aventureros españoles hijos de Alarico el bárbaro y de Tarik el moro; veo la ciudad que fundaron y a la que dieron abolengo de valentía espejarse en el mar quieto y de plomo, como si mirase fascinada la ruta que trajeron los hombres blancos; y a un lado, sobre desierto islote de granito, bañando sus pies en las olas, el castillo de San Juan de Ulúa, sombra romántica que evoca un pasado feudal que aquí no hubo, y a lo lejos la cordillera de Orizaba, nevada como la cabeza de un abuelo, dibujarse con indecisión fantástica sobre un cielo clásico, un cielo de azul tan límpido y tan profundo como el cielo de Grecia.

Recuerdo lecturas casi olvidadas que niño aún, me han hecho soñar con esta tierra hija del sol, narraciones medio históricas, medio novelescas, en que siempre se dibujaban hombres de tez cobriza, tristes y silenciosos como cumple a los héroes vencidos, que esperaban la muerte con valor estoico; y selvas vírgenes, pobladas de pájaros de brillante plumaje, y mujeres como Atala, ardientes y morenas, símbolo de la pasión, que dijo el poeta. Ahora, por uno de esos saltos que da la imaginación, veo al aventurero extremeño poner fuego a sus naves, y a sus hombres esparcidos por las playas, atisbándole de través los mostachos enhiestos al antiguo uso marcial y sombríos los rostros varoniles curtidos y con pátinas, como las figuras de cuadros muy viejos; lo veo todo, pero desvanecido, sin esa fuerza plástica que sólo presta la realidad. Y como no es posible renunciar a la patria, yo, español, siento el corazón henchido de entusiasmo, y poblada de visiones gloriosas la mente, y la memoria llena de recuerdos históricos. ¡Era verdad que iba a desembarcar en aquella playa sagrada! Obscuro aventurero sin paz y sin hogar, siguiendo los impulsos de una vida desconsolada y errante, iba a perderme en la vastedad del viejo imperio azteca; imperio de historia desconocida, sepultada para siempre con las momias de sus reyes, pero cuyos restos ciclópeos, que hablan de civilizaciones, de cultos y de razas que fueron, sólo tiene par en ese misterioso cuanto remoto oriente.

Veracruz, vista desde el mar, tiene algo de esos paisajes con caserío inverosímil, que iluminan los niños precoces; es azul, encarnada, verde… de todos los colores del iris. Una ciudad que sonríe, como niña vestida con trapos de primavera que sumerge la punta de los piececillos lindos en la orilla del puerto. Un poco extraña resulta con sus azoteas enchapadas de brillantes azulejos, sus lejanías límpidas, donde la palmera recorta su majestuosa silueta; por poco más, creeríamos que en vez de hallarnos anclados en el Golfo Mexicano, estamos en la costa de África; a la puerta de ese sombrío Imperio del Moghrebs; pues tiene algo de musulmán el paisaje, lo mismo que el melancólico silencio de estos indígenas, verdosos, como estatuas antiguas modeladas en bronce.

Los barqueros indios asaltan el vapor por ambos costados, pero yo prefiero pasar esta última noche a bordo, y permanezco escribiendo sin moverme de la toldilla. Cuando levanto los ojos hasta los peñascos de la ribera, que asoman la tostada cabeza entre las olas, distingo grupos de muchachos desnudos, que se arrojan desde ellos, y nadan largas distancias hablándose a medida que se separan y lanzando gritos; otros descansan sentados en las rocas con los pies en el agua, o se encaraman para secarse al sol, que ya decae, y los ilumina de soslayo, gráciles y desnudos, como figuras de un friso del Parthenón.

La noche se avecina lentamente. En esta hora del crepúsculo la impresión “saudosa” de la patria ausente se acentúa y llega a convertirse en verdadera pena. Al fin, el cielo turquí se torna negro, de un negro solemne, donde las estrellas adquieren una limpidez profunda.

Es la noche americana de los poetas.

 

El Universal, 16 de junio de 1892

 

Del libro Tierra Caliente

 

Ramón del Valle Inclán

 

Alegre y caprichosa me mordía las manos mandándome estar quieto.

No quería que yo la tocase.

Ella sola, lenta, muy lentamente, desabrochó los botones de su corpiño y destrenzó el cabello ante el espejo, donde se contempló sonriendo. Parecía olvidada de mí. Cuando se halló desnuda, tornó a sonreír y a contemplarse. Semejante a una princesa oriental ungióse con esencias. Después, envuelta en seda y encajes, tendióse en la hamaca y esperó; los párpados entornados y palpitantes, la boca siempre sonriente, con aquella sonrisa que Atilio Bonaparte -un poeta extravagante que estuvo loco por Lilí- había llamado estrofa alada de nieve y rosas. Yo, aún cuando parezca extraño, no me acerqué. Gustaba la divina voluptuosidad de verla, y con la ciencia profunda, exquisita y sádica de un decadente, quería retardar todas las otras, gozarlas una a una, en la quietud sagrada de aquella noche. Por el balcón abierto se alcanzaba a ver el cielo de un azul profundo, apenas argentado por la luna. El céfiro nocturno traía del jardín aromas y susurros; el mensaje romántico que le daban las rosas al deshojarse. El recogimiento era amoroso y tentador. Oscilaba la luz de las bujías, y las sombras danzaban sobre los muros. Allá, en el fondo tenebroso del corredor, el reloj de cuco, que acordaba el tiempo de los virreyes, dio las doce. Poco después cantó un gallo. Era la hora nupcial y augusta de la media noche.

Lilí murmuró a mi oído:

-¡Dime si hay algo tan dulce como esta reconciliación nuestra!

No contesté, y puse mi boca en la suya queriendo así sellarla, porque el silencio es arca santa del placer. Pero Lilí tenía la costumbre de hablar en los trances supremos, y después de un momento suspiró:

-Tienes que perdonarme. Si hubiésemos estado siempre juntos, ahora no gozaríamos así. Tienes que perdonarme.

¡Aun cuando el pobre corazón sangraba un poco, yo la perdoné! Mis labios buscaron nuevamente aquellos labios crueles. Fuerza, sin embargo, es confesar que no he sido un héroe, como pudiera creerse. Las palabras de Lilí tenían un encanto apasionado y perverso que tienen esas bocas rampantes de voluptuosidad que cuando besan muerden.

Sofocada entre mis brazos, Lilí murmuró con desmayo:

-¡Nunca nos hemos querido así!... ¡nunca! ¡nunca!...

La gran llama de la pasión envolviéndonos toda temblorosa en su lengua dorada, nos hacía invulnerables al cansancio, y nos daba la noble resistencia que los dioses tienen para el placer. Al contacto de la carne, florecían los besos en un mayo de amores.

¡Rosas de Alejandría yo las deshojaba sobre sus labios! ¡Nardos de Judea yo los deshojaba sobre sus senos! Y Lilí se estremecía en delicioso éxtasis, y sus manos adquirían la divina torpeza de las manos de una virgen. ¡Pobre Lilí!, después de haber pecado tanto, aún no sabía que el supremo deleite sólo se encuentra tras los abandonos crueles, en las reconciliaciones cobardes. A mí me estaba reservada la gloria de enseñárselo. Yo, que en el fondo de aquellos ojos creía ver siempre el enigma obscuro de su traición, no podía ignorar cuánto cuesta acercarse a los altares de Venus Turbulenta. Desde entonces compadezco a los que engañados por una mujer se consumen sin volver a besarla. Para ellos será eternamente un misterio la exaltación gloriosa de la carne.

 

Don Quijote (Madrid), 30 de diciembre de 1892.

 

La feria de Sancti Spiritus

Fragmento del libro Tierra Caliente,

por Andrés Hidalgo

 

Ramón del Valle Inclán

 

Mi antiguo compañero Andrés Hidalgo murió en México completamente olvidado. Su caballerango –un negro, poeta y tañedor de guitarra- me envió las cuartillas de Tierra Caliente ¡aquel libro que su pobre señor escribía y que me confiaba al morir! Si a la sazón aún permanece inédito, ¡bien sabe Dios que mía no es la culpa! Tengo paseado todo Madrid con el manuscrito bajo el brazo, y donde quiera hallé la misma respuesta:

-A su amigo de usted nadie le conocía.

Me he resignado, y espero mejores tiempos. Le publicaré cuando sea rico, y le regalaré a los que conocieron al autor de los Salmos paganos.

Ahora ved algunas páginas de Tierra Caliente, el último libro de Andrés Hidalgo.

 

Lilí se levantó al amanecer y abrió los balcones. En la alcoba penetró un rayo de sol tan juguetón y alegre, que, al verse al espejo, se deshizo en carcajadas de oro. El canario agitóse dentro de su jaula y prorrumpió en gorjeos. Lilí también gorjeó el estribillo de una canción, fresca como la mañana. Estaba muy bella, arrebujada en aquel peinador de seda azul, que envolvía en una celeste diafanidad su cuerpo de diosa. Me miraba guiñando los ojos, y entre borboteos de risas y canciones besaba los jazmines que se retorcían a la reja. Con el cabello destrenzándose sobre los hombros desnudos, con su boca riente y su carne blanca, de camelia entreabierta, Lilí era una tentación; ¡tenía despertares de aurora, alegres y triunfantes!

De pronto se volvió hacia mí con un mohín delicioso.

-¡Arriba, señorito!... ¡Arriba!

Al mismo tiempo salpicábame a la cara el agua de rosas que todas las noches dejaba en el balcón a serenar.

-¡Arriba!... ¡Arriba!

Salté de la hamaca. Lilí reclamaba el cumplimiento de cierta promesa que yo la empeñara tiempo atrás: Lilí quería ver las ferias de Sancti Spiritus; aquellas ferias que al comenzar la primavera se juntaban y hacían en la ciudad y en los bohíos, en las praderas verdes y en los caminos polvorientos, todo ello al acaso, sin más concierto que el deparado por la ventura. Viéndome ya en pie, Lilí huyó velozmente, alborotando la casa con sus trinos. Saltaba de una canción a otra, como el canario los travesaños de la jaula, con gentil aturdimiento, con gozo infantil, porque el día era azul, porque el rayo de sol reía allá, en el fondo encantado del espejo. Bajo los balcones resonaba la voz del negro, matinales auroras, y los jazmines de la reja, por aromarlas, sacudían como pierrot su caperuza de campanillas. Lilí volvió a entrar. Yo la vi en la luna del tocador acercarse sobre la punta de sus chapines de raso, con un picaresco reír de los labios y de los dientes. ¡Qué alborozada me gritó al oído!:

-¡Vanidoso! ¿Para quién te acicalas?

-Para ti, Lilí.

-¿De veras?

Mirábame con los ojos entornados y hundía los dedos entre mis cabellos, arremolinándolos. Luego reía locamente y me alargaba un espolín de oro para que se lo calzase en aquel pie de reina, que no pude menos de besar.

Salimos al patio, donde el negro esperaba con los caballos del diestro: montamos y partimos. Las cumbres azules de los montes se vestían de luz bajo un sol dorado y triunfal. Volaba la brisa en ráfagas húmedas y agrestes como aliento de arroyos y herbazales, como jadeo bravío de la manigua. El alba, impregnada de efluvios nupciales, tenía largos estremecimientos de rubia sensual y desposada. Las copas de los cedros, iluminadas por el sol naciente, eran altar donde bandadas de pájaros se casaban, besándose en los picos. Lili tan pronto ponía su caballo al galope, como le dejaba mordisquear en los jarales. Durante todo el camino no dejamos de cruzarnos con alegres cabalgatas de criollos y mulatos; desfilaban entre nubes de polvo, al trote de gallardos potros, enjaezados a la usanza mexicana, con sillas recamadas de oro y gualdrapas bordadas, deslumbrantes como capas pluviales. Sonaban los bocados y las espuelas; restallaban los látigos, y la cabalgata pasaba veloz a través de la campiña. El sol arrancaba a los arneses blondos resplandores y destellaba fugaz en los machetes pendientes de los arzones. Nosotros refrenábamos los caballos, que relinchaban y sacudían las crines; Lili arrimaba su poney a mi montura, y me alargaba la mano para correr unidos, sin separarnos...

Saliendo de un bosque de palmeras, dimos vista al Real de la feria, tumultoso, impaciente, con su ondular de hombres y cabalgaduras. El eco retozón de los cencerros acompañaba las apuestas y decires chalanescos, y la llanura parecía jadear bajo aquel marcial y fanfarrón estrépito de trotes y colleras, de fustas y de bocados. Sobre el lindar del bosque, a la sombra de los cocoteros, la gente criolla bebía y cantaba con ruidoso jaleo de oles y palmadas. Reía el vino en las copas, y la guitarra, sultana de la fiesta, lloraba sus celos moriscos y sus amores con la blanca luna de la Alpujarra. El largo lamento de las guajiras expiraba deshecho entre las herraduras de los caballos. Los "asiáticos" —mercaderes chinos y japoneses— pasaban estrujados en el ardiente torbellino de la feria, siempre lacios, siempre mustios, sin que un estremecimiento alegre recorriese su trenza. Amarillentos como figuras de cera, arrastraban sus chinelas entre el negro gentío, pregonando con femeniles voces abanicos de sándalo y bastones de carey. Sentadas a la puerta de los bohíos, negras andrajosas, adornadas con amuletos y sartas de corales, vendían plátanos y cocos. Eran viejas de treinta años, arrugadas y caducas, con esa fealdad quimérica de los ídolos. Su espalda lustrosa brillaba al sol; sus senos, negros y colgantes, recordaban las orgías de las brujas y de los trasgos. Acurrucadas al borde del camino, como si tiritasen bajo aquel sol ardiente, medio desnudas, desgreñadas, arrojando maldiciones sobre la multitud, parecían sibilas de algún antiguo culto lúbrico y sangriento. Sus críos, tiznados y esbeltos como diablos, acechaban por los resquicios de las barracas, y huroneando, se metían bajo los toldos de lona, donde tocaban organillos dislocados. Mulatas y guajiros, al son de la música más burlesca de Offenbach, ejecutaban aquellas extrañas danzas voluptuosas que los esclavos trajeron del África; y el zagalejo de colores vivos flameaba en los quiebros y mudanzas de los bailes sagrados con que a la sombra patriarcal del baobal eran sacrificados los antiguos cautivos.

Desde que entramos en el Real de la feria, monstruosa turba de lisiados nos cercó clamorante: ciegos y tullidos, enanos y lazarados nos acosaban, nos perseguían, rodando bajo las patas de los caballos, corriendo a rastras por el camino, entre aullidos y Padrenuestros, con las llagas llenas de polvo, con las canillas echadas a la espalda, secas, desmedradas, horribles... Se enracimaban, golpeándose en los hombros, arrancándose los chapeos, gateando la moneda que les arrojábamos al paso. Y así, entre aquel cortejo de hampones, llegamos al bohío de un liberto, antiguo esclavo de mi casa; el paso de las cabalgaduras y el pedigüeño rezo de los mendigos trájole a la puerta antes de que descabalgásemos; al vernos, corrió, ahuyentando con el rebenque la astrosa turba, y vino a tener el estribo de Lili, besándola las manos con tantas muestras de humildad y contento, cual si fuese una reina la que llegaba. A las voces del negro acudió toda la prole. El liberto hallábase casado con una andaluza que había sido doncella de Lili. La mujer levantó los brazos al encontrarse con nosotros:

-¡Virgen de mi alma! ¡Los amitos!

Y tomando de la mano a Lili, hízola entrar en el bohío.

-Que no me la retueste el sol, ¡reina mía, piñonsico de oro, que viene a honrá mi pobresa!

El negro sonreía, mirándonos con sus ojos de res enferma; ojos de una mansedumbre verdaderamente animal. Nos hicieron sentar, y ellos se quedaron en pie. Se miraron, y hablaron a un tiempo, empezaron el relato de la misma historia.

Un guajiro tenía dos potricas blancas, ¡cosa más linda! Blancas como palomas, ¿sabe? Eran la gala de la feria.

Al verlas, habían tenido el mismo pensamiento: ¡Qué pintura para la volanta de niña Lili!

Y aquí fue donde niña Lili no quiso oír más.

-¡Ay! ¡Yo quiero verlas! ¡Quiero que me las compres!

Habíase puesto de pie, y se ataba apresuradamente las cintas del sombrero.

-¡Vamos! ¡Vamos!

La andaluza se reía maliciosamente.

-¡Cómo se conose que su mersé no le satisfase ningún antojico!

Dejó de sonreír y añadió, cual si todo estuviese ya resuelto:

El amito va con mi hombre. Para la niña está muy calurosa la sazón.

Entonces el negro abrió la puerta, y Lilí me empujó con mimos y arrumacos muy gentiles. Salí, acom­pañado de mi antiguo esclavo, que, al verse fuera, empezó a suspirar, y concluyó salmodiando el viejo cuento de sus tristezas. Caminaba a mi lado con la cabeza baja, siguiéndome como un perro, entre la multitud, interrumpiéndose y tornando a empezar, siempre zangueando cuitas de paria y de celoso.

-¡Ella toda la vida con hombres, amito! ¡Una perdisión...! ¡Y no es con blancos, niño! ¡Ay amito! ¡No es con blancos...! A la gran chiva se le da todo por los morenos. ¡Dígame no más que sin vengüensada, niño...!

Su voz era lastimera, resignada, llena de penas: verdadera voz de siervo.

Habíamos recorrido la feria, sin dar vista por parte alguna a las tales jacas blancas. Sin duda habían sido vendidas. Ya dábamos la vuelta, cuando me sentí detenido por el brazo. Era Lili: estaba muy pálida, y aun cuando procuraba sonreír, temblaban sus labios, y adiviné una gran turbación en sus ojos; puso ambas manos en mis hombros y exclamó con fingida alegría:

-Oye, no quiero verte enfadado.

Colgándose de mi brazo añadió:

Me aburría, y he salido... A espaldas del bohío hay un reñidero de gallos. ¿Sabes? Estuve allí, he jugado y he perdido. ¡La vida del hombre malo, hijo de mi alma...!

Interrumpióse, volviendo la cabeza con gracioso movimiento lleno de ligereza mundana, y me indicó a un inglés alto y desgarbado que se descoyuntó saludando.

-Este caballero tiene la honra de ser mi acreedor.

Yo me incliné apenas. Aquellas extravagancias de Lilí producían siempre en mi ánimo un despecho sordo y celoso, tal, que pronuncié con la mayor altivez de que fui capaz:

-¿Qué debe a usted esta señora?

Habíame figurado que el jugador rehusaría galantemente cobrar su deuda, y yo quería obligarle con mi actitud fría y desdeñosa. El caballero sonrió con la mayor cortesía.

-Antes de apostar, esta señora me advirtió que no tenía dinero. Entonces convinimos que cada beso suyo valía mil centenes: tres besos ha jugado, y los tres ha perdido.

Yo me sentí palidecer. Pero cuál no sería mi asombro al ver que Lilí, retorciéndose las manos, pálida, casi trágica, se adelantaba exclamando:

-¡Yo pagaré! ¡Yo pagaré!

La detuve con un gesto y, enfrentándome con el inglés, le grité, restallando las palabras como latigazos.

-¡Esta mujer es mía, y su deuda también! ¡Antes de una hora tendrá usted su dinero!

Y me alejé arrastrando a Lilí. Anduvimos algún tiempo en silencio; de pronto ella, oprimiéndome el brazo, murmuró en voz muy queda:

-¡Oh, qué gran señor eres! ¡Te has arruinado por mí!

Yo no contesté, Lilí empezó a llorar en silencio; apoyó la cabeza en mi hombro y exclamó con un sollozo de pasión infinita:

-¡Dios mío! ¡Qué no haría yo por ti...!

El libro de Andrés Hidalgo termina sin mentar una vez más a Lili; pero yo sé harto bien que aquella mujer no supo hacer por mi pobre amigo otra cosa que acabar de arruinarle, y ante el desastre de su fortuna, Andrés Hidalgo solamente tuvo valor para pegarse un tiro...

Lili le lloró amargamente y encargó el luto a París.

 Apuntes (Madrid), lo. de enero de 1897.

 

 

Tierra Caliente (Impresión)

 Ramón del Valle-Inclán

 

Encorvados bajo aquel sol ardiente, abandonadas las riendas sobre el cuello de los caballos, silenciosos, fatigados y sedientos, cruzábamos la arenosa sabana, viendo eternamente en la lejanía el lago de Siloal, que tenía el verde alegre de la esmeralda, y ondulaba con movimiento perezoso y fresco, mojando la cabellera de los mimbrales que se reflejaban en el fondo de los remansos encantados.

Atravesábamos las grandes dunas, parajes yermos, sin brisas ni murmullos. Sobre la arena caliente se paseaban los lagartos con cierta caduca y temblona beatitud de faquires centenarios, y el sol caía implacable requemando la tierra estéril que parecía sufrir el castigo de algún crimen geológico. Nuestros caballos, extenuados por jornada tan penosa, alargaban el cuello que se bajaba y se tendía en un vaivén de sopor y de cansancio: con los ijares fláccidos y ensangrentados, adelantaban trabajosamente, enterrando los cascos en la arena negra y movediza. Y durante horas y horas los ojos se fatigaban contemplando un horizonte blanquecino y calcinado. La angustia del mareo pesaba en los párpados, que se cerraban con modorra, para abrirse después de un instante sobre las mismas lejanías muertas y olvidadas. Se puso el sol entre presagios de tormenta. El terral soplaba con furia, removiendo y aventando las arenas, como si quisiese tomar posesión de aquel páramo inmenso todo el día aletargado por el calor.

Espoleamos los caballos, y corrimos contra el viento y el polvo. Ante nosotros se extendían las dunas en la indecisión del crepúsculo desolado y triste, agitadas por las ráfagas apocalípticas de un ciclón. Casi rasando la tierra, pasaban bandadas de buitres, con ese revoloteo tardo, fatigado e incierto que tienen los pájaros agoreros. Cerró la noche, y a lo lejos vimos llamear muchas hogueras. De tiempo en tiempo, un relámpago rasgaba el horizonte, y las dunas aparecían solitarias y lívidas. Empezaron a caer gruesas gotas de agua. Los caballos sacudían las orejas, y temblaban como calenturientos. Las hogueras atormentadas por el huracán se agigantaban de improviso o menguaban hasta desaparecer, y los relámpagos, cada vez más frecuentes, dejaban en los ojos la visión temblorosa y fugaz del paraje inhóspito. Nuestros caballos, con las crines al viento, lanzaban relinchos de espanto, y procuraban orientarse buscando en la obscuridad de la noche bajo el aguacero. La luz caótica de los relámpagos daba a la yerma vastedad el aspecto de esos parajes quiméricos de las leyendas penitentes: desiertos de cenizas, y arenales sin fin que rodean el infierno.

Guiándonos por las hogueras, llegamos a un gran raso de yerba donde cabeceaban sacudidos por el viento algunos cocoteros desgreñados, enanos y salvajes. El aguacero había cesado repentinamente, y la tormenta parecía ya muy lejana. Dos o tres perros salieron ladrando a nuestro encuentro: en la lejanía otros ladridos respondieron a los suyos. En torno de la lumbre vimos agitarse y vagar figuras de mal agüero: rostros negros y dientes blancos que las llamas iluminaban.

Era un campo de guajiros, mitad bandoleros y mitad pastores, que conducían numerosos rebaños a las ferias de Oriente. Al vernos llegar galopando en tropel, de todas partes acudían hombres negros y canes famélicos: Los hombres tenían la esbeltez que da el desierto y actitudes de reyes bárbaros, magníficas, sanguinarias... Y la luna enlutada como viuda ideal, dejaba caer la tenue sonrisa de su luz sobre la ruda y aulladora tribu. A veces, entre el vigilante ladrido de los canes y el áspero vocear del pastoreo errante, percibíase también el estremecimiento de las ovejas, y llegaban hasta nosotros ráfagas de establo, campesinas y robustas como un aliento de vida primitiva. Sonaron las esquilas con ingrávido campanilleo; ardían en las fogatas haces de olorosos rastrojos, y el humo subía blanco, feliz y cargado de aromas, como el humo de los rústicos y patriarcales sacrificios.

 

Almanaque de la vida literaria (Madrid), 18 de marzo de 1899.

 

 

Tierra Caliente

(A bordo de la fragata Dalila)

Ramón del Valle-Inclán

 

Atravesamos el Golfo Mejicano. Fue lo que narro ahora, en uno de esos largos días de mar encalmados y bochornosos que navegando a vela no tienen fin. La fragata daba bordos en busca del viento que a lo lejos parecía correr rizando aquel mar de ensueño. Sólo de tiempo en tiempo alguna ráfaga cálida pasaba entre las jarcias y hacía flamear el velamen. Un piloto con sombrero de paja y traje blanco se paseaba con la toldilla. Los marineros dormitaban echados a la banda de estribor que el aparejo dejaba en sombra. Dos jarochos, que habían embarcado en Tuxpan, jugaban al parar, sentados bajo un toldo de lona levantado a popa.

Eran padre e hijo. Los dos flacos y cetrinos. El viejo con grandes barbas de chivo; el mozo todavía imberbe. Se querellaban a cada jugada, y el que perdía amenazaba de muerte al ganancioso. Contaba cada cual su dinero, y musitando airada y torvamente lo embolsaba. Por un instante los naipes quedaban esparcidos sobre el zarape puesto entre los jugadores. Después el viejo recogíalos lentamente y comenzaba a barajar de nuevo. El mozo, siempre de mal talante, sacaba de la cintura su bolsa de cuero recamada de oro y la volcaba sobre el zarape. El juego proseguía como antes.

Llegúeme a ellos, y estuve viéndoles jugar. El viejo, que en aquel momento tenía la baraja, me invitó cortésmente, y mandó levantar al mozo para que yo tuviese sitio a la sombra. No me hice del rogar. Tomé asiento entre los dos jarochos, conté diez doblones fernandinos, y los puse a la primera carta que salió. Gané, y aquello me hizo proseguir jugando. Quizá hubiera sucedido lo mismo si llego a perder. Desde el primer momento tuve al viejo por un redomado tahúr. Su mano atezada y enjuta, que hacía recordar la garra del milano, tiraba los naipes lentamente. El mozo permanecía silencioso y sombrío. Miraba al viejo de soslayo, y jugaba siempre las cartas que jugaba yo. Como el viejo perdía sin impacientarse, sospeché que abrigaba el propósito de robarme y me previne. Sin embargo, continué ganando.

Ya puesto el sol asomaron sobre cubierta algunos pasajeros. El viejo jarocho comenzó a tener corro de jugadores. Creció su ganancia. Había entre los jugadores un fraile de luenga barba, que perdía en silencio, sin acertar una sola carta. De pronto lo vi alargar ambos brazos y detener al jarocho, que había vuelto la baraja y comenzaba a tirar. Meditó un instante, y luego, lento y tardío, murmuró:

-Me arriesgo con todo. ¡Copo!

El mozo, sin apartar los ojos del viejo, exclamó:

-¡Padre, copa!

-Lo he oído, pendejo. Ve contando ese dinero.

Volvió la baraja y comenzó a tirar. Todas las miradas quedaron inmóviles sobre la mano del jarocho. Tiraba lentamente. Era una mano sádica que hacía doloroso el placer y lo prolongaba.

De pronto se levantó un murmullo.

-¡El rey! ¡El rey!

Aquélla era la carta del fraile.

Se deshizo el corro y todo fueron comentarios.

-¡Ha ganado más de mil onzas!

-¡Más de mil quinientas!

El jarocho soltó en silencio la baraja. Se levantó y comenzó a pasearse. Cuando se encendieron las luces de a bordo aún continuaba en el puente. Quedó solo. De pronto se oyeron las voces del vigilante:

-¡Hombre al agua!

Sonó el pito del contramaestre. El timonel viró en redondo. Algunos marineros examinaron el mar, encorvados sobre la borda, alumbrándose con antorchas.

Una voz preguntó en la sombra:

-¿Quién ha sido?

El vigilante respondió:

-El más viejo de los dos jarochos.

Entonces se vio adelantar al fraile y alzar los brazos dejando caer una larga bendición sobre el mar.

 

La Correspondencia de España (Madrid), 3 de agosto de 1902.

 

 

SUMARIO