ÍNCUBO

 

Cecilia Eudave

 

 

La fatiga es como un estadio del Averno, e Yvette lo sabe. Se acaricia las cejas, está muy cansada. Ha trabajado frente a la pantalla de la computadora casi siete horas. Se quita los anteojos. Suspira sólo para asegurarse de que está despierta y puede seguir con la faena. Mañana tiene que entregar su artículo y ruega a los supremos minutos que se detengan largamente. Sin embargo, sus ojos se cierran, las letras se nublan. La resistencia poco a poco se acaba.

-Lo que daría por terminar de una vez.

Vuelve a ponerse los anteojos.

Entonces una voz sale de la computadora, ronca y certera. Altiva y segura. Intimidante pero cortés. Se abre una pequeña ventanita en el extremo izquierdo de la pantalla. Un hombrecito rojo sonríe y advierte:

-Está usted haciendo una petición, si necesita ayuda haga clic aquí.

Yvette lo hace, llevada quizá por la ebriedad del cansancio. Nunca había visto un auxiliar en su procesador de palabras. Intenta suprimirlo. Busca el «Enter» para hacerlo desaparecer. Mas la pequeña figura roja golpea la pantalla con su voz, ahora más certera que antes:

-¿Qué darías, Yvette, por terminar de una vez?

Ella sale de su ensueño y mira atenta la pantalla. No quiere creerlo. El hombrecito se desplaza como una luz intermitente de arriba abajo, hace piruetas y ruidos metálicos. Posee una sonrisa que al mostrarse encandila la pantalla y lanza luz hacia todas direcciones.

-Es el cansancio, es el cansancio.

Se dice Yvette.

-No, soy un seductor.

Contesta él, mientras se cuelga de cabeza sobre una frase.

Yvette abre los ojos desmedidos y apaga la computadora como en un acto de reconciliación con su conciencia.

-Ya escucho voces, ya veo cosas. Debo irme a dormir.

Pero la máquina no deja de funcionar. Sigue encendida como una candela que desvanece la noche. Yvette se pone en pie con un salto para repetirse a sí misma:

-Es una alucinación de la fatiga.

Y el hombrecito rojo ríe desde los laberintos secretos de las redes cibernéticas. Está ahí como una clave, como un virus esperando la palabra adecuada para hacer su entrada, para volverse mimesis, oraciones proscritas, escalada de frases que se yerguen y se derrumban. Y para proponer un trato, como lo hace siempre: nadie ha dicho que un íncubo sea original y se le ocurra pedir otra cosa que no sea el alma.

La pantalla se oscurece unos instantes, Yvette suspira pensando ilusamente que aquello ha sido un asunto de fatiga. Pero no, el trabajo de análisis intertextual, las mil y una referencias encontradas se tropiezan para darle otro mensaje. Todo se mezcla, las páginas, las notas, los espacios, los márgenes... La computadora habla y los códigos ya no responden. Entonces, él se anuncia escribiendo sobre la pantalla:

-Yvette, soñé que había hecho una cosa horrible, tan horrible que se me negó sepultura en tierra y en mar, y ni siquiera había infierno para mí... Y así descendí poco a poco al terrible fango. Allí, en el territorio de las cosas abandonadas, excavaron una somera fosa... Tú me has visto y tus ojos socorren mi latido sobre el lodo infecundo...

Yvette abre ojos descomunales, descomunales, sí, aterrada ante la presencia de un texto que es la mezcla de un autor inconcebible. Autor negro que se adueña de las palabras de otros para deslizar la tentación.

-¿Qué darías por terminar?

Vuelve el hombrecito rojo a formular la pregunta.      

-Nada, no daría nada.

-Entonces, vendrá el fango cansadamente y lo cubrirá todo, menos tu cara. Allí yacerás sola, con las cosas olvidadas, con las cosas amontonadas que las mareas no tocarán ni empujarán hacia adelante... Yo soy la marea, yo puedo llevarte, conducirte, no querrás morir y que nadie se acuerde de ti, que el fango te cubra...

Entonces Yvette comienza a interesarse por esas palabras que salen como aromas rotos de las bocinas de su computadora. Y en ese tono displicente y turbio continúa:

-Te estoy esperando a ti. Te he estado esperando desde hace mucho tiempo.

Pero ella sacude la cabeza.

-Esta máquina está llena de brujería...

Él se ríe, es un ladrón y se ríe. E Yvette no puede esquivar esa risa y se atreve a preguntar:

-¿Quién eres?

-Un seductor, ya te he dicho... El que viene de vez en vez como las tormentas, que aleja las mareas para que el alma no tenga reposo y mira desde el fondo de los ojos.

-Plagiario. Yo reconozco tus palabras.

-Ay, Yvette, no hay originales, todos son plagios. Hasta yo me plagio constantemente. Debo aclararte que nosotros iniciamos la tradición...

Y su risa se vuelve eco. Todo lo macabro es un rumor, un reto en la pantalla. 

-Conóceme: Yo salí de la cárcel hace años. Me castigaron ahí por muchos delitos... Luego Dios vino con sus imperturbables y atroces ojos de celador, negros y de una elocuencia mortal, como si se le hubieran quemado de mirar con tanto desprecio a los pecadores... Porque yo quise plagiar a Dios, pero ser como Él es un pecado.

-Estás jugando a crear revueltas...

-¿Qué darías por conocer el gran libro del mundo?

-Detente...

Y sobre la pantalla, el íncubo convoca una escritura gótica que acuña con fuerte encanto las palabras labradas en las celdas.

-Basta.

Dice ella. Sin embargo, va perdiendo fuerza mientras él la sacude con su voz:

-Vamos, juntos, tú y yo, a terminar el libro más certero. Vamos, tú y yo, a revelar los plagios más grandes de la historia... Yo te diré dónde buscar, yo te diré a quién acusar, yo te indicaré las fuentes, los recursos, las mentiras y sus salvedades. Yo...

E Yvette se siente seducida ante tal fruto que aparece rojo y profundo sobre la pantalla. Sus labios se humedecen saboreando las delicias de las confecciones entre líneas de tantos escritores, de tantos que con gran maestría pretendieron ocultar los libros saqueados, expulsando de sus páginas a los verdaderos creadores.

-No hay verdaderos... No te tortures, dulce amiga.

El corazón de ella late con fuerza, la emoción ha sido seducida...

-Mi corazón mide la noche... Todo lo sé, Yvette...

La pantalla no miente, las páginas se ordenan, las notas se aclaran, el esquema se modifica, el libro cobra dimensiones descomunales, geniales, siniestras... Cinco, seis ventanas con la información pertinente: los antecedentes, las referencias, las frustraciones, las contradicciones, la concentración del tiempo y el espacio, las tensiones y las estructuras. El autor ha quedado desnudo, indefenso y solitario. Ella lo ve, lo lee, lo pronuncia en su memoria. El trabajo de años ahí, resuelto, completo, sin objeción. No más noches de desvelo, no más horas arrebatadas a la familia, no más obsesiones cayendo sobre su cabeza, no más...

-¿Qué darías Yvette?

-Tengo que imprimirlo.

-Nada, nada. Primero a firmar el contrato.

-¿Dónde firmo?

-Pon tu nombre al final de la hoja en la pantalla y luego le das «Enter».

Lo hace rápido, sin pensarlo más, entusiasmada por los secretos, por las revelaciones y:

                                              Fatal error. Please restart system.

 

-¡Maldito Windows!

Grita Yvette mientras la pantalla se oscurece...

(Del libro Técnicamente humanos y otras historias extraviadas)

SUMARIO