la casa encendida


Norberto Luís Romero

Ilustración: Cristóbal Rojas

En el valle las noches de invierno son tan cerradas, que al caminar por las calles del pueblo tiene que guiarse por el contacto de las suelas de los zapatos con la arena gruesa del camino, "en cuanto que me salga de él sentiré al pasto bajo mis pies...". Cuando llega a la esquina, al dar la vuelta a al calle, únicamente la luz mortecina del porche pequeño lo aguarda para guiarlo en esos escasos cien metros que quedan para llegar.

Las falenas de cuerpo aterciopelado y los escarabajos gordos como nueces renegridas, revolotean con torpeza, incansables, se estrellan con horrible chasquido contra los muros, confundiendo el blanco con el aire, giran alrededor de la lámpara del porche y de las lámparas de caireles de las habitaciones, donde entraron a pesar e los postigos cerrados y los alambres mosquiteros, giran, se queman las antenas y se chamuscan las alas en las llamas de los cirios que confunden con minúsculos soles, y caen pesadamente sobre la muerta. Presuroso, alguien se ocupa de recogerlos de entre los pliegues de la mortaja, y de arrojarlos al suelo rematándolos de un pisotón: suave crujido quitinoso y una mancha pegajosa en el mosaico. Los bichos profanan la ceremonia y el cadáver de la misma manera que las vecinas y sus maridos circunspectos profanan el silencio y el dolor ajeno con sus murmullos, pésames y consuelos tópicos y repetidos. Así es como se van apoderando del duelo, como falenas velludas y pesadas revoloteando en torno a la muerta.


    Sentadas en la cocina, las mujeres se abanican el rostro sudoroso y toman mate con tortas fritas, mientras se van poniendo al día de los chimentos del barrio, que entremezclan con las virtudes de la muerta que era tan buena y tan sufrida. Los hombres, con una copita de anís en una mano o un pocillo de café calentito y humeante, comentan el partido de fútbol del domingo pasado, hablan de autos y cuentan chistes verdes; se desplazan de un lado a otro cabizbajos, torpes, fingiendo respeto, caminan entre el humo denso de los cigarrillos negros y se aflojan la corbata dominguera estirando el cuello como garzas. De vez en cuando, se acercan al ataúd como para cerciorarse de que la muerta no se ha escapado.

Hiela, y el relente humedece su cabello largo. Lleva las manos en los bolsillos, apretando bajo un brazo carpetas y libros de texto. El cuello rodeado por una bufanda espesa. Atraviesa la puerta cancel, cruza el jardín con un brazo en alto delante de la cara, porque hay arañas que tensan hilos invisibles durante la noche, de un lado a otro de los árboles y de las ligustrinas, y odia sentir cómo las telas se le pegan en el rostro, y les teme.

Oscuridad y silencio son buenos síntomas. Todo se encuentra tal y como lo dejó esa mañana. Lo espera su padre con la cena dispuesta en la mesa solitaria, y con la misma respuesta de siempre: "mamá sigue igual". Cambian algunas palabras y luego permanecen en silencio ante los platos, cada uno enfrascado en sus propios asuntos, pensando en ella con disimulo, porque pensar se puede, los pensamientos son invisibles como los hilos de las arañas. A veces discuten sin motivo: el clima es siempre tenso en la casa, ninguno de los dos tiene los nervios tranquilos después de tantos meses de esa invariable situación.
Cuando llega, por la noche, antes de cenar, se asoma a la alcoba. Si ella está despierta entra y la saluda, la besa, como siempre, y charlan de cosas triviales, a veces ella lo reta porque él es mal estudiante, o porque lleva el pelo muy largo, o por esas patillas tan modernas que le hacen la cara más chupada. No le hace caso, y le recrimina su desconocimiento de la juventud, que las patillas y el pelo largo están de moda. Y ella le cuenta sus planes para cuando esté mejor y pueda dejar la cama "porque sin mí en la casa no quiero ni pensar cómo debe de estar todo de sucio", planes para el día siguiente, para pasado mañana, para la semana que viene, para dentro de un tiempo "cuando esté curada y pueda volver a hacer las cosas de la casa y atenderlos a ustedes, a vos y a tu padre, que bastante trabaja el pobre para que encima tenga que hacer la comida, lave la ropa y limpie el polvo. O para el año que viene, si Dios quiere...", y él asiente y sonríe sin acertar a saber si en el fondo les está tomando el pelo, o compadeciéndose de ellos o de Dios, porque ella no se deja arrebatar: cada mañana resucita de ese rescoldo de piel y huesos ardientes, y vuelve a encenderse para abrazar su destino.

Al despedirse, ya en el porche, el médico les asegura que está desconcertado, que tampoco él se explica cómo aún vive, y conjetura fechas: no creo que pase más de una semana... como mucho, diez días... Lo mismo dijo hace meses, y lo repite cada vez que viene a controlarla, o las veces que lo llaman urgentemente, a las horas más inoportunas de la noche, para inyectarle morfina y calmar sus dolores.

Cada noche, cuando regresa de la ciudad, atraviesa las calles oscuras guiándose tan sólo por el crujir de la arena bajo sus pies. Cada noche silente y saturada de cantos de grillos y de langostas nocturnas que arrullan la oscuridad, espera descubrir la casa iluminada, el porche grande, que da al jardín, encendido. Espera hallar los escarabajos girando desesperados por penetrar en la incandescencia de las bombillas, las falenas simétricas de terciopelo gris tachonando las paredes, y las voces y murmullos en los porches, la gente umbrosa y furtiva, de rostros anodinos, con el dolor y la resignación impuestos en el rictus de la boca y en el timbre de sus voces. Desde hace meses tiene miles de "gracias" aglomerados en la garganta, pujando por salir a responder a los doloridos pésames, tiene el pecho predispuesto al abrazo, la espalda a las palmadas de consuelo, y las mejillas aguardando los besos húmedos.

Claveles y gladiolos se apretujan en los improvisados floreros, los tallos se pudren y las flores se marchitan por el calor y la atmósfera cargada de humo y sudor. Ella tiene un pañuelo rodeándole la cara, como si a los muertos les dolieran las muelas, para que no se le abra la boca y se le escape el alma como mariposa hacia la luz de las velas. Esa costumbre que tienen los cadáveres de querer abrirse delante de la gente, para mostrar su dolor cargado de reproches. Dos monedas de un peso, enormes y pesadas, basta para que sus ojos tampoco se abran; porque los muertos con los ojos abiertos no lo están de verdad, y parece como si miraran desde la muerte, recriminando en silencio que los hayan dejado partir.

Únicamente la luz amarillenta e insuficiente del porche chico lo espera; es entonces cuando respira aliviado y oye sus propios pasos sobre la arena del camino, como un crujir de élitros aplastados. Ha pasado un día más, y ella ha vuelto a burlarse de todo y de todos...
Después, llega la noche silenciosa y erizada de sueños, la pesadilla de la cual despierta con los gritos en los que pide que la maten, porque ella sabe que tiene algo malo metido en los huesos, que la carcome, porque ya no puede aguantar más los dolores; los pasos apresurados en las habitaciones y pasillos; las llamadas al médico; y los sueños... los sueños en los que aparece la casa iluminada en la noche fría, encendidos los porches, relucientes y blancos, encendidos por el deseo de alejar la infinita pesadilla que cada noche se reitera, que irrumpe enloquecida como falena en busca del filamento incandescente, como geómetra sepulturera que mide la longitud de la muerte, como escarabajo negro agazapado en los rincones y bajo los muebles, pesadilla urdida en las telarañas del jardín, tejidas con obstinación cada noche bajo el rocío helado, dispuestas a rozarle la cara y atraparlo atravesándole los ojos y la boca.

Pero él las evita interponiendo un brazo en alto, de la misma forma que ella burla a la muerte queriendo abrir los ojos, y mirar a través de las monedas de un peso, que oprimen sus párpados hundidos, mirar atravesando la efigie de San Martín y verlo a él, regresando de la facultad.
La oscuridad es embustera, también ella lo es, pues burla al médico agonizando en falso, venciendo a la magia de la morfina con ese dolor porfiado que circula por sus huesos, que se detiene a tomar aliento durante un segundo en cada articulación, muerde y hace una metástasis, convirtiéndolos en fina arena que se desgrana, que cruje bajo sus pies en la oscuridad.

Madruga, desayuna mientras ella duerme, y se marcha a la facultad. Los saludos de despedida son breves, el viaje a la ciudad largo agotador. En las aulas y entre los demás jóvenes, el tiempo se comprime y lo libera del tormento. Pero la noche acontece en un instante y tiene que regresar, atravesar el valle, y volver a dejarse llevar por sus propios pasos resonando sobre la arena del camino, torcer la esquina oscura, cargada de presagios, con la esperanza culpable de encontrar las luces encendidas y a los señores de negro pululando con sus copas de anís y sus cigarrillos consumiéndose entre los dedos, de hallarse con los objetos plateados del ritual, con las monedas sobre los párpados cansados, con los besos piadosos hiriéndole las mejillas enrojecidas por el frío, con los parientes avisados mediante telegramas, llegando, presurosos, transportados en sus pegajosos hilos de seda, atravesando el jardín por los aires para ir a acumularse en los faroles, revoloteando en torno a la muerta iluminada, que los interroga del otro lado de las monedas plateadas. Dos monedas bastan para entregar sus ojos a la oscuridad eterna, dos monedas definitorias para sellar el pacto con la muerte. Dos pesos por una vida y muchas noches oscuras con esquinas expectantes, con un código de luces que él desearía encender.

Todavía está viva. Mientras persista la oscuridad no habrán llegado ni los escarabajos nocturnos ni las falenas grises dispuestas a aplastarse en los muros, como dibujos simétricos, mimetizándose con los deudos. Las argiopes plateadas tejerán sus redes durante la noche y se mantendrán serenas, extáticas en un ángulo aguardando a la víctima incauta, con el cuerpo plateado por el rocío y la luna, con su abdomen en forma de calavera, y sus patas listadas, en la cabeza una cruz, como la que hay sobre la tapa del ataúd, que sueldan con hilanderas de estaño y seda, y mortajas de insecto envuelto en telarañas dispersas, en la perfecta geometría de sus redes.

En un rincón de su tela invisible, espera a que la víctima atraída por las luces, pise los hilos de seda mortuoria para inocularle su morfina. Aguarda a las falenas aterciopeladas de alas miméticas, que vendrán a consolarlo con gestos, con palabras, con besos, con falsas lágrimas de luna. Pero él cruzará el jardín una vez más con el brazo en alto, romperá la urdimbre húmeda y pegajosa, rescatando a las falenas del dolor y la muerte, evitando que caigan en las redes de la casa iluminada.

Acaso mañana, o pasado mañana, tal vez si descuidase y olvidara alzar el brazo, podría quedar atrapado en la telaraña cubierta de rocío, capturado igual a una mariposa negra aterciopelada, todo su cuerpo rodeado por la sutil mortaja de la araña. Inmóvil, clavado en esa esquina, de pie en la arena, miraría la casa esperando las luces intensas que tanto le atraen, esas luces capaces de atraparlo como a una mariposa geómetra, y en cuya incandescencia, quisiera abrasarse para siempre.

SUMARIO