EL FACTOR HUMANO

(Cuento políticamente incorrecto en dos versiones: rústica y urbana)

Juan Villa

 

 

 

BEATUS ILLE

 

El larguísimo parto de la burra pía en una gélida madrugada de febrero, la dolorosa limpieza de pesadas piedras de la yerma tierra de los bancales para la siembra, la siega bajo el sol ciego de las mañanas de julio, la espinosa recogida de las castañas con sus blandas manos de niño... eran apenas un débil reflejo de la desmesurada calamidad que en aquellos momentos le atribulaba: dos horas después de entrar en el selecto supermercado, sólo había logrado echar en su carrito una triste bolsa de plástico de pimientos, tipo lamuyo verde que era lo más parecido que vio a los pimientos de su pueblo.

Justo hacía un mes que por una de esas dudosas carambolas de la suerte, él que jamás entendió de futbol, había hecho pleno en una difícil quiniela que rellenó como jugando mientras esperaba turno para el dominó en la taberna de Serafín, la más grasienta y fullera del pueblo, real de sus más altas glorias y sonadas derrotas.

Y ahí comenzó la intriga: que si esto no es vida, que de nada vale la suerte si no se sabe aprovechar, que aquí no hay futuro, que piensa en tus hijos... en fin, una sarta de contundentes razones que su mujer y su suegra, pertinaces esgrimían hasta obligarlo, apabullado aún en su nueva calidad de pudiente, a trasladarse a la capital, a un amplio piso del centro agenciado por su cuñada que llevaba diez años sirviendo en casa de un notario vecino del bloque vecino.

La verdad es que al principio todo fue un camino de rosas, como suele suceder cuando hay posibles: al llegar al piso ya unos grandes almacenes se habían encargado hasta de elegirle el color del rollo de papel higiénico. La cuñada, curtida en las lides de las clases altas y sabedora de los tics burgueses, le había procurado a cada uno un chándal (apastelado de Loewe a ella y más americano a él) y unos tenis para que fueran disimulando hasta poder adquirir más pausadamente su fondo de armario.

En fin, la llegada a aquel nuevo hogar, que no dejó de sentir ajeno y apenas si osaba moverse temiendo romper o ensuciar algo, había que celebrarla. Así que decidió la cuñada que para irse fogueando fuera él mismo al supermercado por algunas cosillas básicas para la despensa mientras ellas ordenaban la casa, que además por ser sábado lo elegante era pasar el día haciendo la compra en familia. Las dos hermanas confeccionaron la lista de la compra que él tomó sin mucho entusiasmo y, transustanciado en deportista, bajó a la cochera. Al volante del Volvo que le había regalado el banco por su depósito, se dirigió al supermercado que su cuñada le indicó, donde compraba su señora.

La entrada al establecimiento estaba cargada. Los rugientes automóviles enfilaban la cuesta de los aparcamientos con exultantes bramidos a base de acelerones a fondo de pies sobreexcitados por el tamaño de la esperanza de lo que arriba les esperaba.

Después de aparcar se sumó a la riada humana que abarrotaba las escaleras mecánicas liberada de los convencionalismos consuetudinarios, luciendo como él cómodos chándales, mariconeras, orondos chiquillos y escasísima imaginación para pasar el sábado con dignidad. Le aturdió un poco todo aquello y recordó fugazmente que a esa hora más de uno estaría castigándose el hígado dulcemente con el insalubre aguardiente de Serafín. No pudo regodearse en la nostalgia porque acababan de atropellarle alevosamente los talones con un chirriante carro metálico y unos inquisidores ojos de fruncido ceño parecían preguntarle que de dónde carajo había salido, que bajara de las nubes que había prisa.

Sacó la lista, cogió su carro y decidió la estrategia a seguir. Primero las frutas. Leyó naranjas en su lista. Las buscó, las encontró, las estanterías le interrogaron: ¿especiales para zumo, biológicas, solitas, mandarinas, mandarina Jaffa, en rama, clementinas, hortaniques, navelates, teresitas, sanguinas? Dudó.Reflexionó. Comenzó por el principio. Después de darle varias vueltas, no encontró razón válida para elegir alguna en particular. Siguió sin ellas.Manzanas: ¿Golden de montaña, Golden de Alicante, Starking, Granm Smith, verde doncella, gloster, reinetas, reinetas pardas o sus correspondientes en la serie oro? La cosa se ponía dura, pero, al fin y al cabo, él no comía fruta; trampeó: que las comprara su cuñada en alguna frutería del barrio. Pimientos: ¿de Padrón, italianos, lamuyo rojo, lamuyo verde, para freír? Meditó, calculó: si no eran los mismos, los lamuyos verdes eran primos hermanos de los de toda la vida. Arrojado, cogió la bolsa entre el temor y el triunfo, quizás el Rubicón ya estuviese vadeado. Se engalló y pasó a la anotación siguiente: Compresas: ¿con alas, sin alas, plegadas, fina y segura, de protección, con alas noche, extrafinas, clásicas, ultra con o sin alas, anatómicas con o sin alas, seda ultra, seda alas? ¿A qué agarrarse ahora para elegir? Miró ansioso lo siguiente: Gel: crema, clasic, líquido, de ducha, de baño, termovital, neutro, suave, frutal, fresco, hidratante, exfoliante, floral, aromático, agreste, marino, body, dermo, sin colorante, natural, de glicerina, a la miel, relajante, sesitivo, de trigo, de avena, hidroactivo, con lamidrol, perfumado, concentrado, sin jabón, perfumado al mughetto, con champú? El estupor comenzó a apoderarse de él, miró y remiró, ¿por dónde atacar tamaños enigmas?¿Cómo conseguir esos carros como cuernos de la abundancia que, con beatífica expresión - minúsculas gafitas con cordón e imposible equilibrio en la punta de la nariz, papel y rollerball Montblanc - empujaba el personal? Supuso, con una resignación que ya hacia agua, que el tiempo y su cuñada se los irían aclarando. Respiró hondo. La lista seguía con yogurt: ¿natural, azucarado, desnatado, semidesnatado, de sabores, con trozos de frutas, bífidus, con frutas y fibras, con frutas tropicales, con frutos secos, con frutas del bosque, edulcorado, con mermelada, artesano, enriquecido, con cerelaes, líquido, con azúcar de caña, con L. Casei? ¿...?

Continuaba salchichas. Al pasar la calle de los lácteos, un interminable frigorífico-expositor con todas las salchichas del mundo cayó sobre su moral como una losa, no pudo, aterrado, evitar el grito; se tambaleó, desfilaron en décimas de segundo por su mente el resto de sábados de su vida, evaluó, como un rayo, pérdidas y ganancias.

Con toda la compostura y disimulo que le fue posible abandonó carro y pimientos, salió del supermercado calculando que si eran las doce, a la una y media, a paso decente, podía estar ocupando su sitio en la infame taberna. Desde el móvil que, la verdad, casi nunca lo utilizaba a derechas -regalo también del banco-, informó a su mujer, con una concisión no exenta de coraje, que si te quieres venir al pueblo estate preparada porque paro el tiempo justo de quitarme el chandal, si no, haz lo que te parezca que ya sabes donde encontrarme.

 

 

 

O CESAR O NADA

 

Las horcas Caudinas, los trabajos de Hércules, el laberinto de Creta, la escritura cabalística, el enigma de Edipo... eran apenas un débil reflejo de la desmesurada calamidad que en aquellos momentos le atribulaba: dos horas después de entrar en el selecto supermercado sólo había logrado echar en su carrito una triste bolsa de plástico de pimientos tipo Lamuyo verde que eran los más parecidos que halló a los pimientos de toda la vida .

Aquella semana él y su mujer habían logrado cerrar una crisis que arrastraban desde hacía tiempo o más bien se habían casado con ella puesta. El conflicto era francamente corriente, casi vulgar: los dos trabajaban y ella se quejaba de tener que llevar además la casa sin ninguna ayuda. La chispa saltó cuando, al salir ella a tirar la basura después de cenar, vio al vecino del adosado contiguo tendiendo braguitas mientras su marido en una tumbona, armado de libro y beguero, chupaba con venturosa expresión y media sonrisa cómplice gozando las breves y digestivas historias de Monterroso.

Con un sonoro bolsazo en medio de la calle peatonal que reventó el plástico y regó el coqueto enladrillado de latas, huesos, compresas y toda suerte de humores pringosos, se volvió con violencia hacia la casa - el llanto a punto, el pisar enérgico, los puños cerrados -, y al pasar junto al tumbado le espetó: "me voy" (evitó lo de "con mi madre" por demodé, al fin y al cabo era universitaria) y "no puedo más" (esta segunda aseveración con cierta teatralidad, con cierto desgarro).

Él, novicio en esas lides, se alarmó sinceramente, nunca había presenciado tamaña salida de tono en su mujer. Dejó, asombrado, el libro sobre la mesita de diseño y con cara de bobo entró en la casa dirigiéndose a la habitación donde presenció la vieja escena de bodeville rancio: la maleta sobre la cama recibía inocente la badana de faldas, sostenes, blusas, la cajita de las joyas, cinturones, zapatos... mientras su mujer, respirando como un morlaco herido por la divisa, entre hipido e hipido balbuceaba "se acabó, se acabó..."

La verdad es que hasta cierto punto, eso sí, oscuro y remoto, él se lo estaba viendo venir. Eran ya muchas las indirectas que no entendía o no quería entender, muchas no tan veladas alusiones a su abuela con la que se había criado a cuerpo de rey, cierto retintín al aludir a sus limpias e intelectuales manera de llenar las horas caseras: lectura, música, reflexión en la tumbona del porche... si no cantada, la cosa estaba al menos tarareada.

Su única experiencia sobre el repentino asunto era cinematográfica. ¿Cómo proceder?: ¿A la españolísima y aspavientosa manera de Landa o López Vázquez, a la brutal de Brando en "Un tranvía llamado deseo", a la civilizada pero cruel del cine francés, a la histriónica del italiano...?

En esas estaba cuando ella le pidió las llaves del coche mirándole con furia a los ojos en los que descubrió dos furtivas lágrimas que, en su tribulación, le habían producido al pobre las lentillas al moverse. La desarmaron. Lo demás lo hizo el amor y lo propicio del lugar y la hora: en la alcoba, ya cenados y con una copita de coñac.

Y, tras los besos, florecieron las promesas sobre la almohada: él se flagelaba, ella suavizaba la cosa - aunque sin excesos-; él se ofrecía exagerado, ella aceptaba mitigando; él juraba, ella callaba con rubor... hasta que ovillados les sorprendió el sueño.

Horas después despertaban en el siglo XX. Ya en la cocina desayunando empezaron a confeccionar los primeros borradores de los pactos, desmañados aún en la forma pero con una filosofía clara que él, poco ocurrente, la verdad, resumió en uno de nuestros más célebres dicharros históricos: "tanto monta, monta tano", prometiéndole con cierta cariñosa coña que iba a encargar un felpudo para la puerta en el que el adagio apareciese orlado.

Al ser mañana sabatina decidieron que, mientras ella ordenaba la casa, él iría al supermercado a resolver la intendencia doméstica de la semana. Ella le dio la lista y le indicó un magnífico supermercado del centro con una zona de delicateses y una excelente bodega donde seguro iba a disfrutar, le dijo. El tal lugar era el ombligo de la ciudad, situado en la avenida principal, flanqueado por Hacienda y el Ayuntamiento y frontero al Palacio de Justicia.

Justo abría cuando llegó. Ya los rugientes automóviles enfilaban la cuesta de los aparcamientos con exultantes bramidos a base de acelerones a fondo de pies sobreexcitados por el tamaño de la esperanza de lo que arriba les esperaba. Después de aparcar, se sumó a la riada humana que abarrotaba las escaleras mecánicas liberadas de los convencionalismos consuetudinarios, luciendo, ellos y ellas, cómodos chandals, mariconeras, perversos chiquillos y escasísima imaginación para pasar el sábado con dignidad. Le aturdió un poco todo aquello y recordó fugazmente que era el día y la hora que dedicaba a ir de librerías y desayunar con su amigo Bernardo hablando de tías y literatura. No pudo regodearse en la nostalgia porque acababan de atropellarle alevosamente los talones con un chirriante carro metálico y unos inquisidores ojos de fruncido ceño parecían preguntarle que de dónde coño había salido, baja de las nubes que hay prisa.

Sacó la lista, cogió su carro y decidió la estrategia a seguir. Primero las frutas. Leyó "naranjas". Las buscó, las encontró. Las abarrotadas estanterías le interrogaban en coquetos cartelillos: ¿especiales para zumo, biológicas, solitas, mandarinas, mandarinas Jatta, en rama, clementinas, hortaniques, navelates, teresitas, sanguinas? Dudó. Reflexionó. Comenzó por el principio. Después de darle varias vueltas no encontró razón válida para elegir alguna en particular. Siguió sin ellas. "Manzanas": ¿Golden de monta_a, Golden de Alicante, Starking, Granm Smith, verde doncella, Gloster, reinetas pardas o sus correspondientes en la serie oro? La cosa se ponía dura, pero al fin y al cabo, él no comía frutas; trampeó: que se las compre mi mujer a su gusto en alguna frutería del barrio. "Pimientos": ¿de Padrón, italianos, lamuyo rojo, lamuyo verde, para freír? Se armó de valor: si no eran los mismos, los lamuyos verdes eran primos hermanos de los de siempre. Cogió con intrepidez la bolsa entre el temor y el triunfo, quizás el Rubicón ya estuviese vadeado. Engallado pasó a la anotación siguiente: "compresas": ¿con alas, sin alas, plegadas, fina y segura, de protección, con alas noche, extra finas, clásicas, ultra con o sin alas, seda ultra, seda alas? ¿A qué agarrarse ahora, Dios mío, para decidir? Miró ansioso la siguiente anotación: "gel": ¿crema, clasic, líquido, de ducha, termovital, neutro, suave, frutal, fresco, hidratante, exfoliante, floral, aromático, agreste, marino, body, dermo, sin colorante, natural, de glicerina, a la miel, relajante, sensitivo, de trigo, de avena, hidroactivo, con lamidrol, perfumado, concentrado, sin jabón, perfumado al mughetto, con champú? El estupor comenzó a apoderarse de él, miró y remiró, ¿Por dónde atacar tamaños enigmas? ¿Cómo conseguir esos carros como cuernos de la abundancia que con beatífica expresión -presbíticas gafitas con cordón en imposible equilibrio en la punta de la nariz, listita de papel cuadriculado y rollerball Montblanc- empujaba gozoso el personal? Supuso, con una resignación que ya hacía agua, que el tiempo y su mujer se los irían aclarando. Respiró hondo. La lista seguía con "yogur": ¿natural, azucarado, desnatado, semidesnatado, de sabores, con trozos de frutas, bífidus, con frutas y fibras, con frutas tropicales, con frutos secos, con frutas del bosque, edulcorado, con mermelada, artesano, enriquecido, con cereales, líquido, con azúcar de caña, con L. Casei? ¿...?

Continuaba "salchichas". Al pasar la calle de los lácteos, un interminable arcón- frigorífico con todas las salchichas del mundo cayó sobre su moral como una losa, no pudo, aterrado, evitar el grito; se tambaleó -¡y esto es sólo la compra!-. Desfilaron en décimas de segundo por su mente el resto de sábados de su vida, evaluó como una centella pérdidas y ganancias. Con toda la compostura y disimulo que le fue posible abandonó carro y pimientos, salió del supermercado, atravesó la avenida, subió no sin cierta majestad la escalinata del Palacio de Justicia, entró en el edificio y preguntó en información por el papeleo para el divorcio.

 

 

 

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