La lágrima del caballero

 

Olga Pérez Zumel

 

 

 

Muchas son las cosas que parecen fortuitas, acontecidas sin voluntad, sin intención humana conocida, y es incógnita para el saber, por más que todos los sabios del mundo hayan intentado arrojar luz, si además de parecerlo lo son de hecho. Ni siquiera el Gran Concilio de Nimes que reunió en dicha ciudad a las más encumbradas inteligencias, luminares y celebridades consiguió esclarecer un punto de dicha incógnita manteniendo el desconcierto sobre la casualidad, la voluntad y lo fortuito.

Mi instrucción no es mucha, que más bien me falta que me sobra, pues aunque conocí buenos y numerosos maestros mi interés sólo tuvo a bien seguir a uno. Era este hombre delgado y contrahecho, bien cargado de años, debían ser ellos los que se agarraban a su barba gris y puntiaguda obligándole a inclinarse hacia delante de tal modo que fue muy fácil para mí comprender el misterio de la torre Pisana ya que pude estudiarlo sobre el terreno. Pero para hablar de su peculiaridad deberé referirme mejor a la materia de la que me instruía, no era otra que la de las armas y, de suyo iban, las leyes de caballería. Cuando mi tutor me anunció la necesidad de estudio de dicha materia la alegría se me subió de golpe al pescuezo de modo que comencé a amoratarme del ahogo teniendo que apalearme los presentes para que se me bajase y permitiese de nuevo el paso del aire.

Recuerdo con viveza el primer día, a la espera del maestro en la sala de armas que había en el caserón. Permanecí allí unos minutos que me parecieron horas; había elucubrado tanto sobre mi desconocido preceptor que la imaginación dio en mostrármele como un Alejandro unas veces, como caballero con lanza en ristre otras, hasta que escuché pasos extraños acercándose, parecía venir saltando un ser con tres piernas. Ninguna de las imágenes previstas por mi pensamiento sirvió para vestir aquel golpeteo que sacaba un sonido tartamudo y frío a las baldosas de la galería. Cuando se abrió la puerta de la sala se desentramó el misterio y se derrumbó mi esperanza. La frustración me dejó tan abatido que no escuché su nombre al presentarse. Tuvo que zarandearme con la punta de su bastón para sacarme el nombre del cuerpo pues permanecía mudo de decepción. Ni Alejandros ni Lanzarotes, que lo que tenía ante mis narices más parecía el abuelo de todos ellos lleno de achaques. Durante varios días no hice otra cosa que preguntarme por qué entre todos los maestros del mundo mi señor tío había tenido a bien elegirme éste.

¡Ay!, la vida es misteriosa, más de lo que podemos percibir. Lo que nos desconcierta un día, nos muestra el camino otro. ¡Qué maravilloso destino alienta detrás de una sombra!. ¿Es fortuito ese devenir?; se muestra tan bien hilado que apenas consiente la inteligencia desligarlo de una extraña y lejana voluntad. Son ciertos acontecimientos perlas ensartadas con esmero que iluminan con su oriente  nuestra vida haciéndola una y no otra distinta. Con los años se me revelaron estas cosas; sin mi maestro contrahecho y cojo nunca las podría haber alcanzado. Poco a poco comencé a prestar atención a sus palabras. Me sorprendía a mí mismo muchas veces devolviendo el pensamiento a este mundo, retornado de lugares desconocidos hasta entonces donde tragaba el polvo de los caminos ollados por los cascos de las caballerías, donde me salpicaba la sangre de los caballeros cuando caían heridos a tierra. ¡Cuántas veces sujeté lanzas, bruñí armaduras y amarré bridas!.  Hablaba con una voz lejana y fogosa, como de nigromante, muchas noches en el oscuro silencio de mi cámara pensé que lo fuera. Mi sorpresa aumentó cuando a pesar del lastre de su cuerpo aún consiguió articular ágiles movimientos que me mostraron la estrategia de las armas con el acierto que me otorgó tantas veces la victoria en la batalla y me permitió defender el honor de damas, de atribulados de toda clase y el mío propio. Una tarde, creyéndome abandonado a todas estas virtudes consiguió todavía deslumbrarme con lo más inesperado.

Se había encendido el ocaso, colgaba del cielo una candela ardiente, estoy seguro de que esperó ese decisivo momento en el que no se distingue un hilo blanco de otro negro, con la cámara llena de sombras, para revelarme el secreto. Sin darme cuenta me había ido preparando para este desenlace, por un momento me sentí como figurilla de cera entre sus manos; todas nuestras lecciones cobraron el mayor de los sentidos, lo aprendido se ordenó para mostrarme el verdadero camino de mi vida. Los últimos tiempos ya noté su casi obsesivo interés en el análisis y aprendizaje de los textos de caballería. Me hizo aprender de memoria todas las historias de los Amadises y de los Palmerines, conocía con detalle su extensa genealogía; fui instruido con sutileza en el discernimiento de los textos verdaderos sobre la vida del Hidalgo Don Quixote hasta tal punto que podía descubrir un apócrifo en sólo unos minutos. En aquel atardecer me reveló un dato más, la existencia de una edición anterior de la historia de tan ilustre hidalgo. La oficialidad  había decidido fechar la primera edición cien años atrás, pero mi maestro tenia conocimiento de otra, al menos, unos meses más antigua. Dedicó toda su juventud a buscarla hasta que, cierto día, visitando la biblioteca de un beato, cuya vida de pobreza le llevó a prescindir de todo menos de sus libros, halló la verdadera  primera edición del Hidalgo Don Quixote. Ese que fuera en sí un gran descubrimiento quedó relegado cuando, leyendo tan originalísimo documento, comprobó cómo el autor aseguraba, al final del capítulo LII de la primera parte, que en la caja de plomo donde descansaban ciertos escritos que permitieron escasa información de la tercera salida del dicho caballero había uno muy particular, como protegido en derredor por unas letras latinas y por otras desconocidas, las cuales le fue imposible desentramar por lo que se veía obligado a transcribirlo sin ellas. Todo el hallazgo, a excepción de aquellos mágicos arcanos que parecían protegerlo, quedó reflejado en la auténtica primera edición, que mi maestro pudo tener entre sus manos. Tal vez debido a ese misterioso contenido no se consintió su lectura por lo que tras un primer intento de darle luz alguna mano se la sesgó, enderezándosela de nuevo a condición de hacer desaparecer aquellas inoportunas palabras. Mi ansia por conocerlas era un mar removido por la tormenta, la razón me aconsejó paciencia para no estrangular a mi querido maestro que se demoraba en pronunciarlas, pues de otro modo no llegaría a escucharlas nunca,  cuando, con el brillo febril del infinito en los ojos, me habló de la lágrima del caballero.

Igual que él he pasado mis días detrás de esa quimera, pero no, no la llamaré así, que es sólo el despecho por no hallarla el que habla. Se muy bien que existe porque mi maestro le entregó toda su vida y, de no existir, alguien como él no habría recorrido los caminos padeciendo todas las posibles penalidades. Como caballeros de la cruz perseguimos nuestro grial, que eso fue para nosotros, aún lo es para mi aunque ya la edad no me permita andar los caminos. Yo no tengo su fortuna pues me falta pupilo a quien mostrar estos secretos. Tu eres, hijo mío, demasiado pequeño aún, por eso te dejo escritas estas palabras que permanecerán selladas hasta que tus años y tu preparación permitan romper mi sello, que así lo dejo escrito, pues temo que mi salud antojadiza pese a mis muchos años y juntos resuelvan sacarme de este mundo antes de podértelo contar yo mismo, cosa que mucho me hubiese gustado. La lágrima existe, esa debe ser tu convicción y tu fe. Y es esa pieza tan sagrada y misteriosa que, actuando como cristal, recoge en su interior todas las hazañas del magno caballero de quien manó; molinos y gigantes, doncellas y posaderas, rocines y Babiecas y todas las afamadas gestas, honra de tan digno señor. Brotó de los ojos del anciano hidalgo una noche mientras hacía memoria de su vida, la melancolía fue tan profunda que, bajo el efecto de alguno de los muchos encantamientos a los que fue sometido, destilaron sus ojos dicho agua quedando al instante cristalizada de tal forma que el propio caballero creyó conveniente guardarla como reliquia de tan extraño suceso.

El afortunado que pueda asomarse a ella adquirirá el conocimiento del antiguo y desprestigiado arte de caballería, convirtiéndose al instante en directo sucesor del ingenioso hidalgo. En algún lugar de este ancho mundo permanece escondida. Hecha cristal, en un recipiente orlado con oro, espera, así lo deseo yo, tu llegada. Animo y valor, hijo mío, que no siendo empresa fácil hallarás impedimentos en el camino. Podrán darte por loco, las gentes no entienden de estas cosas porque el hambre hizo trizas sus sueños. Se compasivo con ellos, pero guárdate también de sus malicias y de sus halagos, tan perjudiciales unos como los otros. Lee, lee todo lo que encuentres, porque entre letras andan las claves que irán alumbrando tus caminos, y no olvides sobre todo el libro del Ingenioso Hidalgo Don Quixote. Mi querido maestro y yo velaremos por ti.   

 

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