GUERRA EN LA ALDEA GLOBAL

Miguel Florián

En la guerra de lo que se trata es de matar

ELÍAS CANETTI

La amenaza de guerra en el Golfo Pérsico debiera mover al hombre occidental a desenterrar fantasmas soterrados, a revivir miserias ancestrales y, en definitiva, mirar de hito en hito su propia alma -si es que algo semejante en el seno de su cuerpo aletea- para reflexionar en torno a un acontecimiento tan contradictorio como es la guerra. Y es que, en verdad, ninguno de nosotros -aunque pretendamos esconder nuestra responsabilidad en la culpa de los políticos y mercaderes- nos encontramos moralmente al margen del posible conflicto. El siglo recién acabado ha sido pródigo en contiendas. Ha sido un siglo cruel e hipócrita. El que acaba de comenzar no tiene pinta de ser mejor.

La pregunta que creo crucial no es tanto por qué la especie humana apetece la guerra, sino -alguien pensará que es la misma cuestión- si, verdaderamente, los seres humanos deseamos la paz. Adelanto mi convicción de que no la deseamos. El homo belicus no tiene nada de angélico, es conatus que, además de ‘perseverar en su ser’, pretende ampliarlo. A ello debe unirse el tedio. La monotonía de los días iguales provoca en nuestro espíritu una oquedad avarienta de grandes -de pequeños también- acontecimientos.

El enemigo muerto que no vemos -a lo más imaginamos- no existe. Puestas así las cosas parece imposible sentirse responsable de una muerte fabulada. Todo aquí se torna ficción. De poco sirve el ubicuo ojo de las cámaras televisivas que nos aproximan hasta la epidermis de la miseria. Como el Ojo de Dios (el Gran Hermano), su todopoderoso zoom a fuerza de mostrárnoslo todo acaba por enceguecernos. El universo mediado que por capítulos se nos oferta, distribuido entre anuncios repletos de mujeres apetecibles y automóviles lujosos, con adinerados concursos donde el Edén pretende mostrársenos no como algo ilusorio sino al alcance de nuestra mano. Sí, la guerra espectáculo decolora el pathos de la guerra. La televisión nos acomoda en la butaca en donde asistimos a la proyección de una guerra aparente -la gran superproducción de la guerra en la Aldea Global- . Conflagración de cartón y plástico que se sustenta en una moral también de plástico. (¿No es acaso nuestra apetencia de plástico lo que nos lleva a ambicionar el petróleo?).

Entre las cuencas de los ríos Tigris y Éufrates se ubicó el Paraíso terrenal, justamente donde ahora los comerciantes se disputan el petróleo de la discordia. En mayor o menor medida, todos -también los consumidores, que tan frecuentemente tendemos a exculparnos- estamos participando con nuestra pequeña partícula de avaricia para que nuestro miserable mundo se perpetúe. No sólo son responsables los políticos o el gran capital. Cada uno de nosotros, que ocultamos nuestra responsabilidad y se la adjudicamos a otros, participamos en este estado de cosas. No importa a qué precio se nos despoja de un montante, de una mínima plusvalía de voluntad que colabora en el incremento, la sobreabundancia, del Moloch estatal. El drama del hombre actual –ya se señaló antes- es encontrarse falto de valores, es ser un hueco que delega en el Estado tecnificado su albedrío y, por ello, su responsabilidad. Este es el espectro de un progreso que nos conduce a la barbarie, revelándose más bien como regreso a una inercia sedada. Somos animales de granja -muy sofisticados, eso sí- a los que se nos pide comer, consumir y votar.

 

 

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