UN CÁNTICO PROFANO

Antonio Redondo Andújar

 

 

Estamos atrapados

en un cerco de fuego eternamente.

Seres enamorados,

heridos ciegamente,

como dos enemigos frente a frente.

No somos enemigos,

competimos acaso en hermosura.

Los dos somos testigos

de una insomne dulzura

que no parece tal, sino locura.

(Yo no sé lo que siento...

Sólo sé que, sin duda, es algo puro.

Que, como eterno, es lento;

como cierto, seguro;

como humano, sin duda, tierno y duro.)

Cuando nos separamos

mi mente, en soledad, te diviniza.

Y el fuego que apagamos

nos deja la ceniza

de un sueño que a los dos nos esclaviza.

Si yo me fundo en él

no me transformo en ángel, pero vuelo

sobre un bello vergel

y bajo un alto cielo

que, sin darme placer, me dan consuelo.

Desde esa altura todo

lo natural me llena de ternura.

Y no encuentro otro modo

de demostrar cordura

que amarte incluso en sueños, sin mesura.

(Si la veo alejarse,

estando en vela aún, la alegre flora

comienza a marchitarse,

mas como en mi alma mora

renace al renacer la nueva aurora.

Yo me aferro a su mano.

Sus labios, al besarme en la mejilla,

mi piel hacen verano

y siembran la semilla

que pronto hará brotar mies amarilla.

Y se lleva con ella

la suma de los besos que le he dado

y la perenne huella

que mi cuerpo ha dejado

en el suyo, febril y enamorado.)

Ningún viento me humilla

si contra mí se ensaña fieramente.

No postro la rodilla

si alguno, vehemente,

me arrastra con furor contra corriente.

Cuando me restablezco

lo que pude salvar de la tormenta

es a ti a quien lo ofrezco:

la voz que me sustenta

y la piel que recubre mi osamenta.

(Porque en todo hay amor

aunque adopte la forma de una espada.

Todo tiene valor

para la enamorada

pasión que nunca ha sido encadenada.

Loemos la caricia,

lo que las manos tienen de divino.

Yo sé qué es la avaricia

si en ella me confino,

en su eléctrico cuerpo de felino.

El sol se despereza

eufórico cantando una romanza.

Inmóvil su cabeza

sus nuevos rayos lanza

recomenzando así la antigua danza.)

Nunca me ocultas nada.

A todo le dedicas gran cuidado.

Si añoras la alborada

es porque habrás soñado

que junto a ti traerá al enamorado.

Yo en la distancia callo

y numero estas horas desoladas.

En la agonía hallo

espectros, gnomos, hadas,

figuras, formas, almas torturadas.

Escucho sus lamentos,

negros ríos de lágrimas vertidas.

Sobre mis pensamientos

aves enloquecidas

quieren hundir su pico en mis heridas.

A contemplar me entrego

cómo el tiempo todo lo torna y muda.

Lanzo un solemne ruego

a ese dios que me ayuda

a despreciar la sombra de la duda.

Sé que en ti no hay traición.

No cabe entre tus brazos el reproche.

En ti todo es pasión

e idílico derroche

porque en ti están las sombras de la noche.

Las del día también,

que no son sombras sino luces ciertas

que llegan a mi sien,

penetran por sus puertas

haciendo renacer ideas yertas.

Es bueno permitir

que nos ciegue un amargo desvarío

a la hora de sentir.

Nunca habrá de ser pío

quien tan variable tiene el albedrío.

Vivir es devaneo.

Lo que se siente hoy no siempre queda.

Yo creo en lo que veo,

mi mente lo remeda:

no es siempre el mismo viento en la arboleda.

(Ella por fin desciende

a contemplar las cosas materiales.

Flamígera en mí enciende

las llamas corporales

que me hacen inmortal entre mortales.

Pudor –sus prohibiciones–

oculta nuestros actos tras los velos

de las inhibiciones

y son nuestros desvelos

del mismo color ciego de los celos.

Las más veces solemos

mutar en celda nuestra pobre estancia

y allí, abrazados, vemos

a tan corta distancia

los frascos que contienen la fragancia.

Su tapadera abrimos

e inhalamos hasta quedar colmados.

Del frasco de los mimos

robamos los dorados,

los verdes, los azules, los morados...)

Todo lo que he escrito

sale de mí. Humilde, te lo entrego.

Mi corazón marchito,

este espíritu ciego:

únicas pertenencias que te lego.

A ti yo me he entregado.

Que seas mi refugio sólo quiero.

Si crees que lo dado

no fue al darse sincero,

entrégame a las fauces de Cerbero.

Cruzaré serio el río

y allí habré de olvidar este trastorno.

Iré entre ese gentío

de llamas el contorno

que vive en esa tierra sin retorno.

Sabrás un día aciago

que en mis palabras nunca hubo mentira.

En el fondo de un lago,

mientras tu tiempo expira,

verás arder una horrorosa pira.

Y me verás ardiendo,

te envolverá mi queja lastimera,

allí, solo, sufriendo

cual mártir en la hoguera,

yo que te quise amar sobremanera.

(Ella siempre aparece

cuando solo por ella estoy gimiendo.

Viene cuando amanece,

la inmensidad venciendo,

como ave los espacios recorriendo.)

Me asomo a la ventana.

Soy y no soy el mismo en esta escena

de madurez temprana

que guarda en la alacena

pétalos de amapola y azucena.

Es todo mi alimento

recordar un pasado que he odiado

y vivir el momento

en el que estoy varado

como barco que el viento ha destrozado.

Me someto al hastío

para pedir piedad al carcelero.

Le ruego al desvarío

no pare el minutero,

que sume en una hora un día entero.

Escucho el aullido

de animales furiosos que pelean.

Llega a mí su gemido,

posiblemente crean

que hacen en mí su nido, que en mí sean.

Mas los ahuyentaré

como quien ha ahuyentado su pasado.

Después, descansaré

y el sueño quebrantado

descenderá, de nuevo, del tejado.

Y vendrá a mí muy tierno.

Y te traerá, dormida, en un arrullo.

Será el dormir eterno.

Sólo se oirá el murmullo

del respirar que es mío y será tuyo.

Amémonos despacio.

Hagamos nuestra toda la existencia.

Llenemos el espacio

con nuestra par presencia.

Que sea nuestra toda la experiencia.

(Veo la viña ajena

sobre la que ha crecido hierba mala.

Veo cómo la pena

en el amor se instala

como penetra el cuerpo veloz bala.

Nada hay más permanente

que los instantes en que nos amamos

de una forma inocente.

Casi de ser dejamos.

Brillamos como el sol que contemplamos.)

Un maníaco consuelo

busco al pensar que siempre fuiste mía.

Sobre tu infancia velo.

Sueño que te seguía.

Si tú intentabas verme, me escondía.

Sobre tu adolescencia

tus fugaces amores yo velaba.

Guardaba tu inocencia.

Tu pureza guardaba,

pues sólo para mí te reservaba.

(No hay en mi vida claves

ni es regida por un ritual marcado.

Yo no tengo las llaves

que dan paso al condado

de mi interior, que siento dispersado.

Quiero, en fin, enfrentarme

al exterior que duele como espina.

Quiero, sin asustarme,

ver todo lo que mina,

mas sin sufrir la herida más dañina.)

Alcemos estandarte.

Flamee nuestros nombres enlazados.

Muestre, de parte a parte,

por montes y collados,

que hemos sido de nuevo bautizados.

(La luna se levanta

y oscurece los campos, las ciudades.

Yo tengo en la garganta

la voz de las edades

que destruir quisieron vanidades.)

 

 

 

E-mail del autor: arandujar@eresmas.com

 

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