CONFESIONES DE UN MONAGUILLO

(del libro "Cuadernos de Maldevo")

Félix Morales Prado

 

El obispo solía venir al pueblo una vez al año para ir de cacería a la Laguna con el párroco. Salían muy temprano a caballo, antes de amanecer, y galopaban por la orilla del mar. Formaban un extraño cortejo recortados contra las primeras luces del alba reflejadas en las olas: El prelado con su traje púrpura y tocado con la mitra, delante; el cura, como una sombra, con su sotana negra, detrás. Llegados a los pinares que rodean la ciénaga, aguardaban allí todo el día el vuelo de los ánades, las perdices, los faisanes, las garzas, que el capellán corría a recoger solícito cada vez que alguna era abatida por la escopeta de su superior. Los ratos de ocio en los que la caza escaseaba los entretenían tomando copas de absenta helada que iban calentando a lo largo de la jornada la fantasía sin límites de su Ilustrísima. Fue en una de ésas cuando escucharon un tremendo batir de alas en el macizo de árboles de al lado. Se miraron como preguntándose por el enorme tamaño y, antes de que pudieran reaccionar, sintieron que el descomunal aleteo se alejaba en dirección al bosque.La persecución duró varias horas; y los disparos de los clérigos eran siempre seguidos de voces y luces que, desde el cielo y entre las ramas, los instaban a detenerse. El cura, asustado, trataba de convencer al otro para que volvieran al pueblo. El mitrado, con los ojos inyectados en sangre, atribuía los extraños fenómenos al licor que habían tomado y proseguía la búsqueda.
    Estaban descansando apoyados en el tronco de una retama, cuando la pieza perseguida apareció ante ellos, en un claro, el tiempo suficiente, antes de que el ordinario descargara los dos cañones de su arma contra ella, como para que el sacerdote intentase impedírselo inútilmente. Los dos tiros resonaron con múltiples ecos en el atardecer, cuyos tintes rojos se mezclaron con las ropas episcopales y con la sangre que salpicaba las grandes alas blancas y suaves de la víctima. Se acercaron alucinados al ángel que agonizaba sobre la hierba. Desde sus ojos azules los miró el cielo reflejado, un cielo que gemía. Su hermoso cuerpo no tembló al expirar. El farfaro lloraba, temblaba de miedo y confusión. El obispo balbuceó, como en éxtasis: "Por fin, por fin lo sé. También los ángeles de Dios pueden morir".
    El bonete quería enterrarlo allí mismo, donde había caído. El obispo se rió de la ocurrencia. Cargaron el santo cadáver sobre una de las caballerías y partieron hacia la ciudad. Cuando llegaron, fueron al estudio de un escultor de confianza, amigo del jerarca, y le encargaron un vaciado en barro del ángel, con el que después haría una escultura y la esmaltaría ateniéndose lo más fielmente que pudiera a los colores del muerto. Así lo hizo. Antes de que el artista acabara su trabajo, el capellán tuvo que ser encerrado en el manicomio.
    El obispo llevó en persona la imagen, como regalo para la iglesia del pueblo, unas semanas después. El nuevo párroco le preguntó cuál era el nombre de ese ángel. Lo colocaron en una de las hornacinas de la nave lateral derecha.

 

 

Montones de veces el sacristán había dicho que aquella pila bautismal era demasiado honda. "No hay suficiente agua santa en este mundo lleno de pecado -le contestaba siempre el cura- como para que nunca sea demasiada. Déjala estar así. Ojalá todo fuera exceso de este líquido bendito que permite a las almas burlar las puertas del infierno". "¿Y si un día se nos cae dentro un niño y se nos ahoga?" -insistía el rapavelas. El cura se sonreía y meneaba la cabeza como diciendo "¡Pero qué cosas se le ocurren a este tío!". El día que bautizaron a Manolito, las tropas de Franco liberaron el pueblo de la tiranía de los rojos, a los que bombardearon antes desde el aire, justo en el momento en que convertían al niño en cristiano. Como quiera que sus padres, partidarios de los fascistas, estaban en la cárcel, tuvo que sostenerlo el mismo párroco mientras lo sometía al ritual de la aspersión y rezaba: "Ego te baptizo in nómine Pa + tris, et Fi + lii…". En ese instante comenzaron las explosiones; y el cura, asustado, soltó a la criatura y salió corriendo para esconderse debajo del altar. Cuando volvió, Manolito flotaba ahogado en el agua santa, debajo de la estatua de San Nicolás. Lo enterraron en una cajita blanca y el sacerdote, acusado de comunista, fue fusilado aquella misma tarde. Los ojos del sacristán, tal vez a causa de las lágrimas contenidas, brillaron cuando sonó la descarga de las escopetas.

 

 

 En aquel tiempo todavía no poníamos árboles adornados en Navidad. Montábamos un Belén, con figuritas de barro, trozos de musgo y ramas de romero, un espejo por río, cueva de corcho para el Misterio, los tres reyes abandonando el castillo del fiero Herodes, cielo azul de papel tachonado por estrellas de plata. El cura nuevo trajo la costumbre anglosajona. Y colocaba delante de la puerta de la iglesia dos pinos (uno a cada lado) cuajados de lucecitas rojas como gotas de sangre. Mi amigo y yo íbamos a sentarnos debajo después de la cena familiar de nochebuena. Envueltos en su mórbido resplandor, acogidos por su resguardo, experimentábamos la mística sensación sublimada del hogar del alma inmortal (supongo yo ahora al recordarlo desde la distancia en el tiempo), desde la que veíamos pasar a los transeúntes que, en medio de una serena tristeza que armonizaba con la de los astros sobre el fondo señaladamente claro de la fecha o alborozados en torno a la alegría de las panderetas y el vino (santo por esta vez), todos bien abrigados y al cobijo del cumpleaños del Salvador, se dirigían a la Misa del Gallo. Un año tras otro repetíamos aquel rito inocente que, poco a poco, fue convirtiéndose en un secreto compartido sólo por nosotros y nos vivificaba de una manera de cuya desusada extrañeza sólo hoy desde mi visión crítica de adulto me doy cuenta. Tal vez deba decir que nosotros éramos los monaguillos preferidos del nuevo párroco. A nuestro albedrío quedaban siempre los mejores recortes de hostias y nunca se nos dio a entender la más mínima sospecha porque las vinajeras del vino de la misa se vaciaran con bastante más frecuencia de la previsible. El día de difuntos abríamos la comitiva portando los dos candelabros funerarios. La gente comentaba la simpatía, la belleza, la gracia de aquellos dos niños que aparecían siempre ocupando los lugares protagónicos en los momentos religiosos más solemnes. El cura sonreía en esas ocasiones. En las misas concelebradas, cuando los cantos gregorianos y el olor del incienso nos situaban en uno de los símbolos más altos de lo que podríamos llamar nuestra hermandad de sangre, el párroco nos hacía una señal al llegar el instante de la comunión y los dos nos dirigíamos a su lado, como uno solo, hacia los fieles, llevando la patena y la palmatoria, protección del fluido divino y reflejo de su luz. En tal camaradería y unión transcurrían nuestras vidas, que culminaban en el ritual supremo de la nochebuena. El nacimiento del Niño aseguraba cada vez un año más de aquella existencia exaltada.
    En una de las últimas Navidades que precedieron el desastre, observé que sobre las ramas más altas de los dos pinos se posaban algunos murciélagos, quizá procedentes de la cercana torre mora. Nunca me han gustado esos animales, a los que solíamos martirizar obligándolos a fumar para que se mareasen. Aquella nochebuena, después de haberlos visto en nuestros árboles, tuve algunas pesadillas. Soñé que los murciélagos tenían la cara del Padre Sebastián y que revoloteaban en torno a los pinos, que se convertían en cruces que chorreaban sangre. Al día siguiente, me levanté muy débil. Mi amigo y yo fuimos a ayudar para la adoración del Niño Jesús. Yo llevaba la imagen y él un pañolito blanco con el que limpiaba la rodilla en la que iban depositando su ósculo los feligreses. Entonces me di cuenta de que en el cuello del cristito se dibujaban dos pequeños agujeros, como dos punzadas rojas hechas con alfiler, rodeadas por dos círculos amoratados. Recordé en ese momento, no sé por qué, las palabras del párroco cuando nos hablaba en las clases de religión: "Vosotros sois como Jesús, como Jesús niño que salva al mundo con su inocencia". Ahora sé por qué me estremecí. Entonces no lo sabía.
    A partir de aquel día, el Padre Sebastián cambió su actitud con nosotros. Nos hablaba constantemente de la pureza; y, cuando yo me masturbaba, sentía un angustioso hormigueo por la cara que bajaba hacia el cuello y se confundía con el olor de las casullas y las estolas cuando iba a confesarme. La iglesia se convirtió en el espejo de nuestra culpa. Y así pasaron varios meses.
    El día de Difuntos de ese año ocurrió un tremendo accidente que dejaría marcado de por vida a mi amigo. Encabezábamos, como siempre, la procesión. El sacerdote, en medio de los dos, salmodiaba las fúnebres oraciones que se elevaban con el incienso hacia el país subterráneo de los muertos. De pronto, mi compañero tropezó con un trozo de losa y se cayó, colocando la punta del cirial que portaba a la altura del corazón del abad. Allí quedó, atravesado por la estaca de madera y bronce, ante el horror de toda la comitiva.
    Días después, vi cómo unas niñas jugaban al tejo con la misma piedra con la que mi amigo había tropezado. Él se fue volviendo más raro conforme pasaba el tiempo. Hoy está en el manicomio y me han dicho que le ha dado por comer cucarachas.

 


 

No era joven ni vieja. Su figura, menuda, igual que la de una lagartija. Pechos caídos como dos pellejillos que odian el placer. Tenía cara de rata. Vestía siempre de negro. Cuando abría las puertas batientes del atrio para entrar, rechinaban anunciando su presencia. Con nadie rechinaban; sólo con ella. El cura le temía. Era su favorita. Cuando llegaba, él siempre estaba apabilando un cirio y luego despabilaba para ir a su lado y ambos hacían juntos el Vía Crucis. Tenía un reclinatorio grande de terciopelo morado en el que se arrodillaba apoyando los brazos casi por encima de su cabeza, para rezar un extraño bisbiseo que asustaba a los niños del catecumenado. En las misas, siempre era la primera en comulgar y volvía la cabeza con la mirada en blanco y reprensora y los labios fruncidos y crispados cuando los hombres hablaban en la última fila. Doña Marga era el canon moral de la parroquia. Su sola existencia llamaba a todos al orden y a las buenas costumbres. Sin embargo, nadie podía decir que le hubiera oído nunca ni una palabra inteligible. Ni siquiera el cura; porque ella cuando rezaba susurraba, como ya queda dicho. Jamás habló con nadie. Cuando era niña, sus padres tuvieron que sacarla de la escuela a causa de su indomable mutismo. Y no es que no hubiese aprendido la lengua. No. Leía con avidez obras piadosas: el Kempis, "Camino" de Monseñor de Balaguer, el Nuevo Testamento, el Rosario del Padre Peyton y, sobre todo, a Santa Teresa de Jesús. O, al menos, fingía leerlas. Ahora bien, siempre leía desde atrás hacia delante, desde la última página hacia la primera, como quien busca algún párrafo cuyo sitio ha olvidado.
    Era la encargada de proveer al templo de todas las vestiduras y los distintos ajuares litúrgicos y mantenía la mayor parte de los gastos con su propio dinero, que no era poco; aunque quizá esos detalles no tengan importancia.
    Cuando murió, el párroco le llevó la extremaunción y pudo oírla hablar por primera y última vez. Después de las invocaciones y exhortaciones de rigor, comenzó a aplicarle los santos óleos, diciendo: "Per istam sanctam Unctionem, et suam piisimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per visum deliquisti. Amen". Los ojos de la vieja se convirtieron en otros dos, hermosísimos y brillantes, que contrastaban con la decrepitud del resto del cuerpo. El cura no se dio cuenta. Y continuó: "Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per auditum deliquisti. Amen". Las arrugadas y caídas orejas de la moribunda se tornaron en las tersas y delicadas de una jovencita, lo que no se pudo advertir porque parte de los cabellos blancos las tapaban. Así que siguió: "Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per odoratum deliquisti. Amen". La nariz, ya casi corroída por la enfermedad, se recompuso en una preciosa nariz árabe. Y luego: "Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per gustum et locutionem deliquisti. Amen". Los labios fruncidos y secos se volvieron tersos y jugosos y rojos; y los dientes blanquísimos, que hacía ya tiempo habían abandonado la boca, volvieron a ocuparla. Ninguna de estas cosas se notaba, dada la penumbra de la habitación. "Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per tactum deliquisti. Amen". Las manos ya no fueron las de una anciana, sino las manos voluptuosas de una hurí que imperceptiblemente se deslizaban hacia su entrepierna. "Per istam sanctam Unctionem, et suam piissimam misericordiam, indulgeat tibi Dominus quidquid per gressum deliquisti. Amen". Cuando el cura frotó con miga de pan las plantas de los pies de la enferma, advirtió por debajo de los faldones del camisón, ligeramente subidos, un cuerpo desnudo y joven que temblaba. Entonces, mientras lo recorría una leve brisa de terror y deseo, como apartando de sí los pensamientos que lo atraían hacia el torbellino que se centraba en aquella piel, continuó el ritual, mientras sudaba:
    -"Et no nos inducas in tentationem".
    -"Olam a son arebil des" -rugió la vieja, al tiempo que se levantaba abriendo unas enormes fauces para devorar al pobre capellán-.
    El monaguillo con su sotana roja y el cura detrás, los dos corriendo en precipitada huida de aquella casa, parecían Caperucita y su abuela.
    Después de esto, el preste aspersionó abundantemente con agua bendita cada rincón del suelo, las paredes y el techo de la iglesia. Espantados, algunos murciélagos que habían tenido allí su hogar volaron por las ventanas ojivales hacia el cielo nocturno con luna llena, mientras aullaba un perro lejos. La cera de las velas que flanqueaban a Cristo crucificado gotearon, igual que lágrimas, sobre los cuencos de aceite de las mariposas.

 

 

 

Uno de los recuerdos más hermosos de mi infancia es el halo de magia que inundaba la iglesia en el mes de mayo (mes de María). La llenaban toda de flores, azucenas, claveles, rosas, jazmines, camelias, pensamientos, margaritas, geranios, tulipanes, peonías, campanillas, petunias, crisantemos, dalias, anémonas, begoñas, y muchas más, que impregnaban con sus aromas y colores el espacio místico del templo. Recuerdo que yo sentía como si en ese tiempo todas las almas se volvieran blancas. Las colocaban en cientos de jarrones apiñados por las hornacinas y en grandes caballetes en forma de M y A cruzadas, llenos de agujeritos donde metían los tallos. Cada tarde leíamos pequeñas oraciones perfumadas y rezábamos el rosario. Un año, coincidiendo con las mareas que inundaron las casas abandonadas del suroeste del pueblo, ocurrió algo. Las flores, al poco tiempo de ponerlas, se pudrían y comenzaban a despedir un olor repulsivo. Se tornaban negras y viscosas y goteaban una baba oscura que se mezclaba con la cera de las velas. El párroco, con la ayuda de los niños, el sacristán y las señoras de la Acción Católica, las cambió varias veces. Pero siempre sucedía lo mismo.
    Los jardines se quedaron vacíos y tristes. Y, a mediados de mes, una tormenta permaneció fija días y días, sin moverse, empantanando las calles. Tanto arreció la lluvia que tuvimos que dejar de ir a la escuela. Yo miraba desde detrás de la ventana los charcos que reflejaban los relámpagos y que inundaban los bosques de retamas. En varias ocasiones vi pasar al cura envuelto en su capa pluvial. Lo acompañaban los monaguillos, el sacristán (que llevaban el hisopo, los cirios y el Ritual Romano) y los hombres del pueblo. El extraño cortejo se dirigía al mar.
    Como tuve que estar tanto tiempo encerrado, leí muchos libros de hadas y fantasmas y aprendí que las ninfas son los duendes femeninos de lo húmedo.
    Al llegar Junio, todo volvió a estar seco y la gente ya se había olvidado. El cura oficiaba los entierros que menudeaban siempre a principios del verano y yo iba a doblar las campanas porque me gustaba el ambiente fresco de la iglesia vacía. Una de aquellas tardes pude ver que entre las losetas de detrás del altar habían crecido matas de mandrágora. Cuando las arranqué, gritaron con un grito humano, tal como dice la leyenda.

 

 


 

Los más jóvenes, los que no han estado sometidos a aquella endiablada educación religiosa que nos dejaba colgados, crucificados sobre el abismo del sí y el no, tal vez no lo comprendan. Mis padres, alentados (no sé si decir casi obligados) por el cura, se empeñaron en que tenía que ir al lavatorio de pies del Jueves Santo. Yo debía ser uno de los doce apóstoles. Ante sus presiones, gritos y amenazas, huí, corrí por los bosquecillos cercanos, saltando de mata en mata, escondiéndome, como un pequeño dios Pan que se ocultara de esas extrañas manías de los cristianos. Fue inútil. Al final, me cazaron. Me condujeron a la fuerza hasta la iglesia. La escena, ahora, me llega a sugerir el ritual de un exorcismo. Una vez dentro, entre los bancos y los santos, invadido por el aroma de los cirios y el incienso, quedé atrapado y quieto. Sentado en la última silla, la de Judas, triste, ausente, vencido, casi no me di cuenta de la presencia del sacerdote vestido con las ropas albas de la humildad. Los monaguillos llevaban la palangana con el agua y las toallas para la ceremonia en la que yo tendría que comprender todo el amor de Cristo inclinado ante mí. Estaba tan ausente que no sé quien me quitó los zapatos y los calcetines. Un olor a pata de cabritillo, conseguido en la salvaje virginidad de mi carrera por el campo, consiguió el movimiento de rechazo del párroco, que conocía a mis padres y los miró como inquiriendo algo. No me lavó los pies. Le daba asco. No obstante, yo me mostré apenado. Celebrar mi triunfo hubiera sido peligroso.

 

 

 

Aquel Jueves, la procesión del Corpus descendió desde la iglesia en medio de un radiante día azul, sobre alfombras de flores que poblaban, junto con el incienso, de un olor a santidad y mística alegría todas las calles del pueblo. Los cantos religiosos ponían un contrapunto de dulce tristeza a la entrega regocijada de las almas bajo el sol. "Pange lingua gloriosi / Corporis mysterium, / Sanquinisque pretiosi, / Quem in mundi pretium / Fructus ventris generosi / Rex effudit gentium". Todos vestían sus trajes de domingo y conformaban el cortejo que bendecía cada portal a su paso. Si alguien que no estuviera preso por el martirio de la enfermedad se había quedado en su casa, nadie lo recordaba. Un zumbido de extraño júbilo recorría los espíritus de la multitud. Un zumbido de una mosca verde como una esmeralda que, sobrevolándolos, vino a posarse en el blanco círculo de la Custodia que el sacerdote alzaba bajo el palio, recorría la multitud.
    El cura la agitó levemente una y otra vez. Pero el insecto no se iba. Paseaba sus patas llenas de basura por la hostia y el murmullo fue creciendo desde los más cercanos a la escena hacia los otros. Como una ola. Como otra ola y otra, el párroco hacía oscilar el solio de oro de Jesús. La mosca no se iba. La situación fue prolongándose debajo de los cirros y los cúmulos que habían ido cubriendo el cielo. "Nobis datus,/ nobis natus/ Ex intacta virgine./ Et in mundo conversatus/ Sparso verbi semine./ Sui moras incolatus/ Miro clausit ordine".
    La procesión se había parado. También el éxtasis ingenuo que iniciara la mañana. Bajo el cielo ennubarrado y el viento que anunciaba tormenta, la gente miraba estupefacta la danza del vicario que intentaba inútilmente espantar a la mosca. Olvidado de lo que ocurría a su alrededor, él sólo veía el verde vuelo circular en torno a sí. "In supremae nocte coenae/ Recumbens cum fratribus,/ Observata lege plene/ Cibis in legalibus,/ Cibum turbae duodenae/ Se dat suis manibus". Los fieles contemplaban atónitos los mandoblazos que atizaba al aire con el santo tesoro que, después de un golpe que resonó sordo en el eco, rodó por el suelo manando sangre. La sangre del monaguillo que yacía con la mirada hueca y la cabeza abierta en cuya raja abrevaba el insecto. "Verbum caro, panem verum/ Verbo carnem efficit:/ Fitque Sanguis Christi merum/ Et si sensus deficit,/ Ad firmandum cor sincerum/ Sola fides sufficit".

 


 

Todos los años, a mediados de Junio, venía el hombre de negro. Como yo era muy chico, no comprendía nada. Nunca cruzaba una palabra con nadie ni la Guardia Civil lo molestaba. Todos le tenían un respetuoso temor. Se bajaba del barco y se dirigía a la iglesia. Las madres metían a los hijos en casa cuando él pasaba y se persignaban repetidamente con ojos espantados. Antes de que llegara al templo, ya había llegado la noticia de su presencia y aquel se quedaba vacío. En una ocasión le vi la cara justo antes de que entrase, porque miró hacia atrás como para asegurarse de algo. Durante las horas que permanecía allí, se podía encontrar al cura en la taberna del pueblo, bebiendo excesivas copas de aguardiente, a pesar de que era abstemio. En una de esas fue cuando la viuda lo llevó muy borracho a su casa y los cogieron a los dos en la cama. Fueron expulsados, los dos del pueblo y el clérigo de la profesión, por orden del cabildo. El párroco que lo sustituyó se quedó dentro cuando el visitante regresó al otro año. Aquí los misterios se comportan del mismo modo que las flores. O cuando alguien camina solo, ausente, hacia la playa en una luminosa tarde de otoño. El verano desarrolla los enigmas larvados, pero la ebriedad de la estación estival impide toda lectura de los acontecimientos. Dicen que era el padre de un niño al que le salieron cuernos y rabo en la ceremonia de la confirmación. Cuando dejó de venir, yo había empezado a usar pantalones largos, fumaba y me masturbaba pensando en la vecina. La iglesia la cerraron porque los albañiles estaban haciendo obras y yo había dejado de buscar clandestinamente por los jardines.

 

 

 

Nadie, ni siquiera él, advirtió la primera sombra de las manchas que empezaron a salirle en el roquete. Era un monaguillo triste y tímido. Le gustaba mirar las olas, pero con cierto dolor, como si esperase algo ineludible, un destino que formara parte indisoluble de sí mismo, como la muerte, a la que odiamos y miramos continuamente. Cuando comenzó a darse cuenta, eran como cercos verdes de humedad que salpicaban el paño blanco y entonces fue reprendido por descuidarse tanto y al lavarlas no se iban, ni tan siquiera al sol. Al contrario, fueron tornándose más grandes y también más oscuras, día tras día, como el cielo cuando se nubla poco a poco en el otoño.
    El cura habló con sus padres. ¿Qué ocurría?. Aquello no se debía consentir. La suciedad del monaguillo de rostro ausente resaltaba en las misas concelebradas, en las procesiones del santo patrón o en la bendición anual de los barcos. La madre le aseguró que aquellos círculos crecían a su pesar, que había utilizado todos los métodos, la lejía, los ruegos, incluso una paliza. Nada había servido. Seguían creciendo con la misma determinación que la laxitud y lejanía del gesto de su hijo.
    En la fiesta de la virgen, el párroco no podía ocultar su preocupación. El roquete del niño era una selva en la que se mezclaban el negro y el blanco. Y cualquier otro roquete nuevo que se le ponía tomaba instantáneamente los mismos tintes que el anterior. Iban a venir los generales y las autoridades eclesiásticas para ver el paseo marítimo de la Inmaculada, a la que conducirían hacia el crepúsculo a través de las aguas. Por eso no le permitió que llevase, como siempre lo había hecho, el simpecado. Lo dejaron en la iglesia, con su roquete sucio entre las sombras del campanario, tocando a rebato aquel atardecer. Y sonaba como si estuviera lloviendo en el aire seco del verano sobre la ría inundada por la muchedumbre, que había adornado todos sus barcos para acompañar a la Señora en ese simulacro del destino. La soledad del monaguillo. Nunca se supo qué ocurrió esa noche en la iglesia abandonada en la que sólo estaba él tocando las campanas. Una tormenta sorprendió en alta mar la procesión. Naufragaron. Cuando, al día siguiente, fueron enterrados los cincuenta cadáveres, tuvo que ser escondido, por sus padres y el cura, en una casa de la playa. Hasta el amanecer se lo pasó mirando las olas por una ventana muy pequeña en la que golpeaban las ramas de una adelfa mecida por el viento.
    Luego, lo vistieron con el trajecito de los domingos y lo pusieron en manos del capitán del barco, que lo esperaba en la rompiente y que evitaba tocarlo cuando lo conducía a bordo por la pasarela. Mientras se perdían en el horizonte ya tragado por las negruras del mar nocturno, sus padres todavía lloraban en la orilla y el párroco leía su breviario en el jardín inundado por el olor de las flores estivales.

 

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