EL CLUB DEL ESCARABAJO

 

Rocío de Juan Romero

 

 

Perdida en las marismas emocionales de mi infancia, existe una casa misteriosa. Tiene nombre: la Casa Redonda, y ocupa un lugar físico concreto: está en la urbanización donde veraneaba mi familia cuando yo era niña.

Recuerdo bien aquel pueblo del sur de España y la pandilla del verano. Especialmente me acuerdo de Diego. Ese niño de mi edad, de piel aceitunada y ojos inquisitivos, que me reta a ganarme el derecho a ser miembro de su club: el Club del Escarabajo.

Para ello tengo que entrar completamente sola, a plena luz del día, en una curiosa edificación que se divisa en lo alto de la loma, justo al final de la calle de chalets. La llaman la Casa Redonda y sólo vive allí una pareja de guardeses que la mantienen en condiciones habitables hasta el hipotético regreso de sus dueños, a los que nadie ha visto.

-Tienes que entrar allí y dejar en el patio un vaso de plástico lleno de escarabajos- me explica Diego observándome con suficiencia, mientras evalúa mi aspecto de niña “de capital”.

Los escarabajos son el símbolo del valor para Diego, y de él ha sido la idea de bautizar a la pandilla con aquel nombre. La mayoría de los niños rondamos los diez años, y aquellos coleópteros todavía no nos dan asco. Entre todos, capturamos un buen puñado de ellos y los metemos en el vaso que debo llevar, tapándolo con una mano para que los impacientes insectos no se escapen de su resbaladiza prisión.

Remontamos en bici la empinada cuesta que conduce hasta nuestro objetivo. El lugar impresiona. La casa es, como bien explica su nombre, circular. Tiene dos plantas y un amplio portalón abierto, a través del cual se divisa el patio interior al aire libre.

Diego vigila la casa de los guardeses, mientras me hace señas con la mano para que me apresure. Con cuidado dejo la bici apoyada en el suelo, pero no puedo evitar la sensación de sentirme observada. Alzo la vista y descubro una figura femenina que me observa tras los visillos de una de las ventanas de la primera planta. Es sólo un instante, porque al momento siguiente ya no hay nadie. A toda velocidad, sosteniendo con ambas manos mi vaso de escarabajos, atravieso el portalón y dejo mi botín en el patio. Y sin mirar atrás, me monto en la bici y pedaleo de regreso.

Han pasado cuarenta años desde aquel día en que me hice miembro del Club del Escarabajo, desde que pisé por primera y única vez la Casa Redonda.

No sé muy bien qué impulso me ha llevado a recorrer de nuevo aquel lugar de mi infancia que ahora contemplo con ojos tan diferentes. Quizá sea porque soy una adulta que se reconoce asustada y he decidido retarme de nuevo a mí misma. Por eso he querido repetir aquella hazaña de valor, pero ni siquiera he conseguido el primer requisito. Los escarabajos que antaño coleccionase me producen ahora tanto asco que no me atrevo a tocarlos.

Sin embargo, no me desanimo y subo la cuesta hasta la Casa Redonda, que continúa siendo un edificio grande, aunque desolado y abandonado. No hay señal de guardeses que me impidan el paso, así que aprovecho para entrar, subir las escaleras, y curiosear las estancias del primer piso, vacías de muebles en su mayoría.

Un ruido del exterior capta mi atención. Son voces de niños, y no puedo evitar acercarme a la ventana para contemplarles. Aparto los visillos y mi mirada se tropieza con la de una niña que acaba de apoyar la bici en el suelo y que me contempla con espanto. La reconozco enseguida.

Me aparto de la ventana, sin querer asumir todavía cómo es posible que yo esté en dos sitios a la vez: con diez años y a punto de comenzar mi prueba en el Club del Escarabajo, con cincuenta años y asomada a una de las ventanas de la Casa Redonda.

En el fondo sé la respuesta y, de hecho, he acudido a este lugar para invocar el valor que necesito para asumir sus consecuencias.

Debo reconocerlo. Debo admitir que lo de ayer no fue una pesadilla y que realmente escuché estas palabras referidas a mí:

-¡La perdemos, doctor! La perdemos…

 

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