De victoria en victoria hasta la derrota final

Roger Ferrer Ventosa

 

(Ilustración: Alexander cuts the Gordian Knot Jean-Simon Berthélemy (1743 - 1811) 

 

En la época gloriosa de los héroes, Gordio dedicó su carro y yugo a Zeus. En la ofrenda, ató el yugo y la lanza con tal nudo que luego fue imposible desligarlo. Según un oráculo, quien lo desatara lograría el dominio sobre el continente asiático.

Sabedor de ello, Alejandro Magno decidió resolver la cuestión y hacer realidad la profecía. Adivinó que, una vez lo hubiera desanudado, sus soldados estarían convencidos de ser los elegidos por los dioses; por ello, lo seguirían con compromiso absoluto y fe ciega hasta la India o más allá, a la legendaria tierra de los cinocéfalos con sus cabezas porcinas, de los panotti, adentro de cuyas enormes orejas se echaban a dormir, o de los esciápodos, de un único pie de tamaño ciclópeo utilizado por los propios esciápodos de parasol en las tierras meridionales que habitaban.

Con pasos decididos y blandiendo la espada con destreza, Alejandro Magno se plantó frente al enmarañado nudo. ¡Él iba a resolver un problema que había atormentado a sabios y filósofos durante generaciones! ¡Acabaría con el nudo gordiano! Un cielo preñado de nubes amenazaba lluvia. Con suerte, el padre Zeus lanzaría uno de sus rayos, lo que sin duda sería tomado como un buen augurio en esos momentos y realzaría la solemnidad de la acción.  

Alejandro Magno aguardó a que todos le miraran; notaba la agradable sensación de concentrar la atención general. ¡Iban a descubrir lo que era un héroe genuino, el descendiente de los Perseo, Aquiles, incluso Heracles! Gracias a su hazaña, Asia estaría a sus pies. Cerró los ojos, alzó la espada y, con un movimiento brusco y resuelto, descargó un golpe de violencia terrible sobre el nudo gordiano. Punzadas de dolor recorrieron sus manos, subieron por sus brazos, le agarrotaron la espalda y se incrustaron en su cerebro. No importaba. Lo daba por bien empleado a cambio de la gloria. La profecía se iba a cumplir: él sometería a Asia.

Aguardó durante unos instantes, esperando escuchar el clamor de su tropa. En su lugar: el silencio, el estupor, la incredulidad. ¿Apenarse por el ridículo de un rey? No, intuía que algo extraño estaba sucediendo. Alejandro Magno abrió los ojos. El nudo seguía en su lugar. Si acaso, había logrado cortar unas pocas e irrisorias fibras; en cambio su espada había sufrido un daño irreparable, la hoja inservible, mellada como si un centauro de metal la hubiera mordido.

«Menudo soberbio», pensó Diógenes, uno de los testigos del fracaso de Alejandro. «Todos esos monarcas son unos vanidosos, infantiles y arrogantes cegados por la pompa. No se dan cuenta de que, como ocurre con cualquier otro ser humano, sus triunfos no se deben a ellos sino que son coyunturales. En otras circunstancias, no gobernarían ni a una manada de gansos. Sin embargo, viven persuadidos de que sus éxitos son obra de su ilimitado genio. Y así lo creen hasta que se hunden. Van de victoria en victoria hasta la derrota final.»

Con cara rabiosa, Alejandro lanzó su espada lejos de sí y ordenó al ejército ponerse en marcha. Les quedaba un largo camino a recorrer ese día; tan largo que le serviría para pensar cómo ocultar el fiasco con el nudo de Gordio. Tal vez si alguno de sus biógrafos oficiales modificara ligeramente lo sucedido...

 

 

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