Roma, laberinto de espejos

Carlos Montuenga

(Doctor en Ciencias)

-Bueno, no me digáis que no os gusta el hotel, un antiguo palacio renacentista situado a dos pasos de la Piazza Venezia. Sí, de acuerdo, las habitaciones son pequeñas y las camas tienen somieres metálicos de esos que ya no se llevan por el mundo, pero ¿habéis subido ya a la terraza que hay sobre el último piso? El panorama que se contempla desde allí es extraordinario: al frente, tras dos pequeñas cúpulas barrocas , casi adosadas al viejo caserón del hotel, surge majestuoso el monumento en mármol blanco de Víctor Manuel II, coronado por dos cuádrigas que conducen ángeles; a la izquierda, se extiende el perfil boscoso del Palatino, con el Coliseo asomando entre los pinos. Y al volver la vista en sentido opuesto, aparece a los lejos la cúpula de San Pedro, dominando un mar de tejados rojos, torrecillas y campanarios de innumerables iglesias.

¡Esto es de locos! son sólo las siete de la mañana, y ya estamos en la recepción del hotel esperando a que llegue el taxi, tras desayunar a toda prisa. La luz gris de un día lluvioso envuelve calles desiertas, mientras cruzamos la ciudad en dirección al Vaticano. El taxi se detiene en la Vía Leone IV, y el conductor señala con gesto significativo al otro lado de la calle, donde una cola larguísima, formada por quienes han tenido la osadía de madrugar más que nosotros, se estira bajo las severas murallas que rodean los Museos Vaticanos. Pues nada, es cuestión aguantar aquí, con estoicismo, las casi dos horas de espera que tenemos por delante, hasta poder alcanzar la entrada; ¡lo que faltaba! empieza a llover con fuerza, ahora me veré obligado a compartir el paraguas con este señor tan pesado, que se ha pegado a nosotros y va mal preparado para la lluvia. Un verdadero ejército de visitantes, vigilado por algunos agentes de la policía romana, avanza sin cesar en sentido opuesto por la calzada; buscan el final de la cola, que dobla ya la calle a nuestras espaldas y se pierde en dirección a la plaza de San Pedro. En fin, ya estamos dentro; allá vamos, perdidos entre la gente, atravesando salas bellísimas, en donde no se sabe si admirar más las esculturas, los tapices, la gracia de los suelos de mármol veteado con formas geométricas, o la filigrana de los techos dorados. Y aquí está la famosa galería de los mapas, con sus grandes frescos de colores brillantes que muestran, como en una visión área, distintas comarcas italianas, bordeadas por el azul intenso del Adriático y el Tirreno. Por los ventanales que flanquean la sala se ven los patios interiores de este entramado de edificios que fueron residencia de los papas, y, sobre ellos, surge majestuosa la cúpula de San Pedro, donde descubro con asombro a la gente asomada en su cúspide, seres minúsculos rodeando la cima de una montaña artificial. La visión me produce vértigo, como cuando me veo en sueños subiendo por un edificio de dimensiones imposibles, que se eleva sobre el mundo hasta desaparecer entre las nubes. Pero la cúpula que tengo ahí enfrente no llega a tanto, las nubes tendrían que ir muy pegadas a la tierra para ocultarla, y sin embargo es fascinante, tiene algo de sobrehumano. Me pregunto qué tipo de sensaciones despertaría en los habitantes de Roma, cuando hace más de cuatro siglos empezó a erguirse sobre los tejados de la ciudad: una estructura gigantesca emergiendo de la polvareda oscura producida por obreros y artesanos, en incesante hormigueo entre el andamiaje levantado en torno suyo. Vamos a ver lo que dice mi guía de Roma: “La construcción de la basílica fue uno de los proyectos más audaces del Renacimiento italiano. La iniciativa partió, a comienzos del siglo XVI, del papa Julio II, quien se propuso devolver la independencia al papado y conseguir que los estados pontificios recuperaran todo su esplendor y poder” ¡Pues vaya si lo consiguió el tal Julio II! Este singular personaje, un verdadero peso pesado entre los sucesores de San Pedro, fue capaz de poner de rodillas a los señores feudales que desafiaban su autoridad. Llegó incluso a tomar la espada para someter a la ciudad de Bolonia y no dudo en aliarse con el rey de Francia, para que Venecia se viera obligada a devolver varias ciudades a los estados pontificios. Pero luego, temeroso del creciente poderío francés, el pontífice concertó por separado la paz con Venecia y atacó a sus antiguos aliados galos. Se celebraron varios concilios, hubo excomuniones, y al final los franceses salieron de Italia con la cabeza gacha. Por supuesto, el papado recuperó sus antiguos territorios. Bueno, todo eso es historia, pero en Julio II vemos sobre todo al impulsor de las artes, al mecenas, bajo cuya protección los grandes artistas del Cinquecento dejaron el sello de su genio en la Capilla Sixtina o en la basílica de San Pedro. Por encargo del papa, Bramante inició la construcción de la basílica en 1506, y a su muerte le sucedió Rafael como arquitecto responsable de las obras. Pero el cimborio, la enorme estructura cilíndrica que sostiene la cúpula, no se remató hasta bastante tiempo después bajo la dirección de Miguel Ángel, que por entonces sobrepasaba ya los ochenta años. Me imagino al anciano, yendo y viniendo con paso renqueante por la basílica, para comprobar el progreso de las obras; ahí está, con su aspecto desaliñado, sus ropillas negras cubiertas de polvo, hablando con artistas y maestros canteros, que le escuchan con atención y se esfuerzan en satisfacerle; a pesar de su edad, parece capaz de dirigir con un solo gesto a todo ese ejército que se mueve entre grandes bloques y poleas; ahora se ha quedado silencioso, abismado en sus pensamientos, consultando una y otra vez los planos extendidos sobre un tablero que ha ordenado colocar en el centro del edificio, bajo la intersección de la nave central y los dos brazos del crucero; en lo alto se abre un enorme hueco circular, lleno de polvo oscuro, por el que se filtra la luz fría de la mañana. Cientos de obreros se afanan allá arriba, en los andamios colgados del colosal cimborio destinado a soportar el peso de la cúpula. Miguel Ángel aparta con gesto nervioso los planos y su rostro arrugado se contrae en un gesto de inquietud. A veces se siente desfallecer, como si le oprimiera cada vez más la responsabilidad de llevar a término tan formidable empresa . Los años van mermando sus fuerzas. Acaso no viva lo suficiente para llegar a ver la basílica coronada por esa gigantesca cúpula, que por ahora sólo existe en sus sueños… -Papá ¿se puede saber qué miras por ahí? si te paras a cada momento, vamos a estar aquí todo el día y aún nos queda por ver la Capilla Sixtina. -Perdona, pensaba en cosas mías; ahora mismo vamos para allá.

La lluvia ha cesado y Roma se despereza bajo el sol tibio de Mayo. Dejando atrás la escalinata flanqueada por flores de la Piazza di Spagna, las viejas casas alineadas en la Via Condotti despliegan ante nosotros un calidoscopio de escaparates, donde los turistas se detienen para admirar las creaciones que exhiben las primeras marcas de moda italiana. Más adelante, nos adentramos en un laberinto de callejuelas, entre viejos edificios con paredes desconchadas; fachadas decadentes, desfiguradas por el paso del tiempo, rincones y pasadizos sombríos, que tras confundirnos con sus pretensiones de modestia, desembocan bruscamente en espacios diametralmente distintos, plazas luminosas dominadas por templos o columnas descomunales, donde está presente el nervio de la Roma imperial. ¿Y si nos damos una vueltecita por la Piazza Navona? Está muy cerca y es tal vez el lugar más emblemático de la Roma barroca. Su forma alargada obedece a que en ese mismo lugar se alzó el estadio de Domiciano en el siglo I d.c., para celebrar competiciones deportivas. Siglos después fue escenario de grandes fiestas, durante las cuales era inundada para representar espectáculos en los que se simulaban batallas navales ¡vaya ocurrencia! Pues aquí estamos ya. Pocos lugares hay en la ciudad más animados que este amplio espacio reservado a los peatones. Seguimos por inercia el movimiento de la multitud, hacia una esquina donde se ha formado un corrillo para ver a dos jovencitas minifalderas, que bailan claqué frente a una terraza. Las notas estridentes de un reproductor de cintas situado en el suelo, se mezcla con las risotadas de unos borrachos, que jalean el taconeo de las chicas. La actuación ha finalizado, se serena el ambiente y retrocedemos hacia el centro de la plaza para hacernos unas fotos junto a la famosa Fontana dei Fiumi -de los Ríos para entendernos- debida a Bernini. Cuatro gigantes atléticos, en torno a un obelisco, representan a algunos de los mayores ríos del mundo: Danubio, Ganges, Nilo, Río de la Plata… es curioso que el artista no pensara en el Amazonas como símbolo del continente americano. El grupo escultórico es magnífico, produce una sensación de gran dinamismo; parece como si los cuerpos creados por Bernini obedecieran a una fuerza que aligera su peso. Ayer, mientras veíamos los frescos de la Capilla Sixtina, pensé algo parecido frente a la escena del Juicio Final, la gran obra creada por Miguel Ángel, que ocupa la pared situada tras el altar. El espectador queda allí situado ante un torbellino de cuerpos titánicos, que despiertan de la muerte cuando los ángeles anuncian el final de los tiempos. Dominando la escena, el gesto implacable de Cristo parece impulsar el movimiento vertiginoso del conjunto, que oscila entre el Paraíso y el espanto de los abismos.

-Este rissoto alla romana está buenísimo, cuando volvamos a casa tenemos que ir un día a Ginos, a ver si lo hacen igual que aquí . Es hora de reponer fuerzas y da gusto contemplar el panorama desde esta terraza situada en la Via Della Pilotta, muy cerca de la Piazza Venezia. Por todas partes se ve gente que disfruta del día primaveral. No es un restaurante caro, pero ofrece una buena carta y el personal derrocha amabilidad. Los camareros están siempre de broma, hace un momento los hemos visto fotografiándose con dos chicas americanas que no dejaban de reírse con sus ocurrencias. Veo que en la acera de enfrente, al lado de un edificio con aspecto de palacio renacentista, se está congregando mucha gente; hay quien prepara su cámara fotográfica, como si esperara la aparición de algún famoso. Pregunto al camarero, que pasa junto a nosotros moviéndose con su bandeja entre las mesas -Loro vogliono vedere il presidente- me responde, sin volver apenas la cabeza. De repente, la gente congregada rompe a aplaudir y, en la puerta del edificio, aparece un grupo de hombres de pelo engominado, con trajes oscuros, que avanzan presurosos hacia un enorme automóvil. -Es Romano Prodi- dice alguien en una mesa próxima. De otro grupo que se mantiene algo apartado, surge un ¡viva Berlusconi! que es acogido con abucheos por los fieles del nuevo presidente. -Bueno, terminaos los Capuchinos y voy a pedir la cuenta. Yo creo que ahora podíamos acercarnos a ver el Foro, me parece que el Coliseo se puede visitar a partir de las cinco.

La tarde va transcurriendo con placidez en la Via dei Fori Imperiali, una gran avenida que Mussolini tuvo la ocurrencia de construir en mitad de la Roma antigua . Me produce una sensación extraña este revoltijo de ruinas. El arco de Septimio Severo, el templo dedicado a Saturno, los muros del Palatino… parece la osamenta gastada de un gigantesco fósil. Sin embargo, aquí estuvo una vez el centro del mundo, la capital de un imperio que se extendía desde Finisterre hasta Jerusalén. Al acercarse el día a su fin, las sombras se alargan y el lugar se puebla de siluetas borrosas, como si las ruinas quisieran desaparecer por completo y confundirse con el polvo. Pero los últimos rayos del sol, casi oculto ya tras el Capitolio, han envuelto las viejas piedras en un resplandor fugaz que ahuyenta su letargo. Por unos instantes, los muros descarnados del Coliseo, las columnas mutiladas, el oscuro estanque flanqueado por estancias donde moraban las vestales, recuperan su pasada gloria y son como un laberinto de espejos, por donde se deslizan destellos de un mundo lejano, bello y cruel a la vez. Ahora, sería posible sentir la animación en los mercados, el entusiasmo de la multitud durante los combates entre gladiadores, la cadencia solemne de ceremonias en honor a los dioses. En la Vía Sacra, un clamor vibrante de trompetas se eleva sobre el griterío, al paso de una legión que vuelve victoriosa de Germania y desfila hacia el Capitolio. En cabeza del cortejo, varios hombres, cubiertos con pieles de lobo, elevan con orgullo sus enseñas. Les sigue el carro triunfal del general victorioso tirado por caballos blancos, y tras él, los prisioneros caminan abatidos hacia la esclavitud o la muerte. Se escuchan otra vez las trompetas y entonces… pero, un momento, ¿no están sonando de verdad…? -¡Papá mira! -¿Eh? ¿qué? -¡Mira, un Ferrari Enzo! -¿Un qué? A pocos metros , pasa veloz un coche impresionante lanzando al aire una sinfonía de bocinazos, que resuenan como clarines. Se oyen silbidos y exclamaciones de admiración entre los paseantes. Alguno, hasta apunta su móvil hacia el bólido para intentar inmortalizarlo en una foto. -¡Fíjate qué ruedas, cómo se pega al suelo! - Sí, sí, ya lo veo, pero ¿adonde irá ese loco, circulando así por una vía peatonal? El Ferrari se aleja en dirección al monumento de Víctor Manuel II y gira a la derecha , desapareciendo entre los árboles de la plaza. Durante unos segundos, seguimos oyendo el ronquido de sus seiscientos setenta caballos, hasta que acaba por perderse en la distancia.

La noche ya ha caído sobre Roma y el guiño de mil luces invita a descubrir otras caras de la ciudad, nuevas sensaciones que sólo despiertan cuando el día se apaga. Los cafés vuelven a llenarse de animación; las calles son un bullir de gentes que deambulan sin rumbo fijo, sorteando el intenso tráfico en la Vía del Corso y deteniéndose frente a restaurantes o tiendas de recuerdos, donde lo mismo puede encontrarse cristal veneciano que recortables del Coliseo. Desde el Palacio del Quirinal, una callejuela mal iluminada desciende en silencio por la colina, como si buscara a tientas el esplendor sereno que irradia la cercana fontana de Trevi.

 

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