París al atardecer

 Un paseo imaginario por la universidad medieval  

Carlos Montuenga 

 

A veces, cuando el sol  enrojece los tejados de París en las tardes luminosas que anuncian el final del invierno, una leve brisa recorre las esquinas de la Île de la Cité, mece suavemente los toldos de los cafés  y tiembla entre las  hojas de las revistas expuestas, junto con los libros de ocasión,  a  la curiosidad de los que distraen su ocio por  las riberas del Sena. Es la hora en la que la Tour Saint Jaques se muestra altiva y soñadora, como si todavía se oyeran en torno  a  sus piedras ennegrecidas por el tiempo, las plegarias de los peregrinos que se congregaban junto a ella antes de iniciar su marcha  hacia la remota Compostela. Nunca el aire parece más diáfano,  y la luz opera mil prodigios al filtrarse por las vidrieras  de Notre Dame y de la Saint Chapelle.  Todo nos invita entonces a desplegar las velas de la imaginación y dejar que esta atmósfera de ensueño nos transporte a épocas pasadas, cuando estudiosos procedentes de todos los rincones de Europa llegaban hasta aquí atraídos por la intensa vida intelectual de la ciudad.

 

 Estamos en pleno siglo XII  y París se ha convertido en un  núcleo reconocido para la enseñanza de la teología y la filosofía - una universitas magistrorum et scholarium -gracias al prestigio alcanzado por  maestros insignes como Pedro Abelardo,  hombre extraordinario de vida tumultuosa, autor del  método de las cuestiones, según el cual la verdad debe alcanzarse  sopesando con rigor los diferentes aspectos de la cuestión examinada.  Una muchedumbre de jóvenes ateridos bajo sus sayales remendados, se agrupa en torno a un hombre de aspecto venerable, joven todavía,  que en un latín  preciso va  encadenando sus argumentos con habilidad portentosa. El tema que desarrolla gira hoy en torno a la naturaleza de las especies y géneros, los llamados  “universales”, que en opinión del maestro no son más que nombres que  carecen de existencia real fuera de la mente. Otras veces, le han escuchado hablar sobre las relaciones entre la razón y la fe o acerca de nuevas teorías que pretenden explicar la forma en que el entendimiento humano es capaz de extraer de las imágenes sensibles la esencia de las cosas y elaborar juicios. Algunos de los jóvenes que integran la audiencia  se revuelven inquietos en las frías baldosas de piedra, apenas iluminadas por la luz grisácea que cae desde  altos ventanales; les resulta difícil seguir el vuelo brillante del maestro. Tal vez, se encuentran todavía deslumbrados por la vida agitada y cautivadora de esta ciudad, verdadero crisol donde el pensamiento se renueva sin cesar. Una vida, que tiene poco que ver con la existencia monótona y ordenada que han dejado atrás en las llanuras polacas  o a orillas del Báltico. Es posible también que su conocimiento del latín  pudiera bastarles para comentar las Sagradas Escrituras en los estudios preparatorios de sus ciudades de origen, pero resulte  insuficiente cuando intentan comprender los conceptos que aquí se manejan. Además, algunos de los compatriotas con los que comparten alojamiento  les incitan  con demasiada frecuencia a malgastar su tiempo, y su ya mermada bolsa, bebiendo cerveza y enredándose con busconas en tabernas malolientes que abren sus puertas al otro lado del río.

 

Son años de renovación  en los que el mundo occidental busca nuevas formas de conocimiento que permitan al hombre aproximarse a la compresión del universo y de la propia naturaleza divina. Durante los siglos precedentes,  el pensamiento filosófico  se ha venido desarrollando en total dependencia con la teología y los pensadores cristianos han construido sus sistemas  a partir de elementos neoplatónicos, tomando como guía infalible el pensamiento de Agustín de Hipona. Por otra parte,  Aritóteles continúa siendo la referencia fundamental de los grandes filósofos  islámicos de Al Ándalus,  y Averroes, el más brillante quizá entre ellos, ha tenido la audacia de declarar abiertamente  la primacía de la razón sobre la fe.  Su influencia se deja sentir con fuerza en una ciudad como París, abierta a todos los vientos, donde sus seguidores  cristianos, interpretando a su manera al sabio de Córdoba, formulan la tesis de que  las verdades conocidas por la razón pueden estar en franca contradicción con la fe. Empiezan a difundirse  traducciones árabes de las obras de Aristóteles, con extensos comentarios   sobre ciencia natural que producen un efecto perturbador en los círculos escolásticos, familiarizados sólo con la lógica del filósofo griego.

 

Pasan los años. Está mediado  el siglo  XIII y en las aulas de París resuena la voz poderosa de Alberto Magno, un dominico ordenado en tierras alemanas que muestra un profundo interés por los fenómenos naturales y los escritos científicos procedentes del  Islam.  Al igual que  Vincent de Beauvais, Alberto, el gran doctor universalis, realiza una ingente labor de recopilación de conocimientos  sobre la naturaleza del mundo y las propiedades de las sustancias, facilitando la difusión de las teorías sobre  la materia heredadas del mundo antiguo. Su discípulo más famoso, Tomás de Aquino, se empeñará en llevar a cabo la labor  titánica de conciliar la fe y la razón, defendiendo el derecho del filósofo a investigar los misterios divinos, toda vez que la existencia de Dios puede demostrarse, según él afirma, de manera racional.  Parece como si a la luz de esta teología natural, el hombre fuera a elevarse hasta rozar la mente infinita de Dios, pero otros pensadores insignes, como Duns Escoto y Guillermo de Occam, esgrimen argumentos contrarios a esa confluencia de la  razón con lo sobrenatural; a su parecer, la voluntad divina es inescrutable y al hombre sólo le resta someterse a ella. Al negar la existencia real de ningún tipo de universales y afirmar que el entendimiento conoce a los individuos a través de la intuición, contribuyen además a impulsar la investigación empírica.

El pensamiento medieval ha alcanzado ya el límite de sus posibilidades, y la escolástica languidece, al tiempo que el espíritu humano se muestra cada vez más dispuesto a sacudirse los vínculos que durante tanto tiempo lo han mantenido inmerso en un mundo regido por designios que trascienden al intelecto. Se empieza a vislumbrar  la llegada de una nueva era, en la que el análisis racional de la realidad terminará por convertirse en la guía más firme del conocimiento,  y  París va perdiendo su enorme prestigio como faro del saber. En el colegio de la Sorbona,  que había sido fundado hacia 1257 para dar acogida  a los estudiantes pobres de teología, el discurso brillante de los  grandes maestros se va hundiendo poco a poco  en el olvido...

 

 El tiempo se nos ha pasado volando y ya los últimos rayos de sol se han consumido en el tamiz encantado  de las vidrieras, dejando  las altas bóvedas sumidas en la penumbra. Fuera, las torres se contraen con gesto adusto, y los seres demoníacos  que se asoman a  la ciudad desde las  galerías de la fachada, parecen contemplarnos con sorna. La catedral, encerrada ahora en sí misma, se nos antoja un navío fantástico que surca la inmensidad de la tarde dejando atrás una estela resplandeciente de  sueños.

 

Al cruzar el Sena por el Petit Pont, el estrépito del tráfico nos devuelve bruscamente a la realidad. Un poco más adelante, nos cruzamos con una multitud abigarrada de  jóvenes  que se congregan en las inmediaciones de la fuente Saint Michel. Dos chicas con mochilas a la espalda, se despiden entre risas de un muchacho desgarbado con aire de intelectual, que un momento después arranca su moto y se aleja, sorteando el tráfico del bulevar. El aire, cargado de fragancias en las que se presiente la primavera, se agita con las notas estridentes de un grupo de músicos callejeros, que atacan con furia  ritmos latinos  frente a las terrazas de los cafés. El alma de la ciudad se desborda, una vez más, por sus calles, convertidas ya en ríos de luz.

 

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