José María Méndez

Soy jefe de bandoleros

y al frente de mi partida

nada mi pecho intimida

nada me puede arredrar.

Copla popular

 

Durante todos estos años de exilio voluntario, ha sido inevitable recordar con nostalgia los inviernos de Alburquerque. Los días acurrucados de brasero y libros. En las grandes habitaciones de mi casa en la antigua calle del General Sanjurjo, hoy calle de la Calzada, he soñado abundantemente con triunfos y huidas, con mujeres y aventuras. Recién vomitado por la universidad directamente hacia la lista del paro, me decidí, gracias al consejo de mi abuelo ex divisionario, a emprender el camino militar. Pero no encontré ninguna luz en medio del mismo. De vuelta a Alburquerque, me topé con unos días grises e inútiles en los que cavilaba peligrosamente desde la frustración de la inactividad. Auguraba un futuro del color de las hormigas, como dicen los mejicanos. Cada currículum enviado parecía caer, sin excepción, en el triángulo de las Bermudas, y la vida pasaba horriblemente; sin novedad.

Mi amigo Laurán me conoce demasiado bien. Quizás por eso se preocupó tanto de mantenerme entretenido. Una de aquellas mañanas irrumpió en mi habitación y me zarandeó sin piedad, transportándome repentinamente desde el sueño a la realidad.

- ¡Despierta gandul! Lo tengo todo preparado. El coche está en marcha. Nos vamos a la Sierra de Alor a coger espárragos.

De una manera muy personal, suelo asociar mi afición al ajedrez con la de ir a coger espárragos. En ambas logro ahuyentar pesares gracias a mi absoluta entrega a la concentración; es evadirse para sólo pensar a dónde mover la pieza o dónde encontrar el siguiente espárrago.

Pasamos por delante del cuartel de Botoa y distinguí los caminos por los que hacía tan sólo unos meses había corrido hasta sudar el corazón. Unos caminos que siempre han estado ahí, físicamente inmutables, pero cuya percepción ha ido cambiando al mismo ritmo que lo han ido haciendo mis ojos. Gracias a la ausencia de tráfico, cruzamos velozmente Badajoz y tomamos la carretera de Olivenza sin ningún contratiempo.

Olivenza es uno de los pueblos más bellos de toda Extremadura. Su emblema es el castillo, que es lo primero que se ve desde cualquier dirección por la que llegues. Al final de una larga avenida adoquinada, encuentras dos paseos cuyo suelo lo forman mosaicos blanquinegros de piedras típicas portuguesas. Debido a su raíz lusitana, sus hospitalarias gentes hablan con un característico acento amexicanado, totalmente diferente a cualquiera de los acentos de los pueblos colindantes. Por eso, por nuestro común pasado luso, algunas peculiares palabras utilizadas en Olivenza (pardal, regato, morgaño...) las conocemos en Alburquerque.

Pero no consideraría nada de esto como lo más representativo de Olivenza, creo que ninguna de estas particularidades sería la más adecuada para un reducido museo futuro que tratara de explicar cómo era el pueblo. Lo primero que se dibuja en mi mente al escuchar Olivenza es... “la mujer”. Todas las oliventinas son hechiceras. Llevan fuego en la sangre, son portadoras de un formidable hechizo genético que saben cómo usar sin aprendizaje previo. La vida del que muere sin haber yacido con una mujer de Olivenza nunca habrá sido una vida completa.

Cuatro o cinco kilómetros después, aparcamos a la entrada de San Jorge, una entrañable aldea de curiosas chimeneas a las faldas de la Sierra de Alor. Muy arriba, a unos seiscientos metros de altitud, por encima de encinas, olivos y misteriosos pasados, se encuentra la cima, que oteamos con tanta impavidez como temor por el inminente esfuerzo al que nuestras piernas se verían expuestas.

Anduvimos por la solitaria carretera buscando la vereda más apropiada para emprender la subida. Un cabrero, que descansaba sentado en una roca apoyando la barbilla sobre su bastón, nos miraba con curiosidad. Estaba deseando entablar conversación. Probablemente hastiado por largas horas de soledad; se le notaba su avidez de charla.

Abordó a Laurán preguntándole cuál era la razón de nuestra presencia, cuando los cuchillos y los cordeles en las manos constituían pruebas evidentes de nuestras intenciones. El viejo parecía tener preparado un guión que relatar a todos los forasteros, cuya joya consistía en afirmar, señalando una vieja casa derruida, que ésta había sido la guarida del bandolero Diego Corrientes.

Sabía que los bandoleros en aquel tiempo solían contar con la complicidad de los campesinos, pero no me creí que un hombre tan buscado por la ley pudiera haber habitado en una casa tan a la vista.

Golpeaba en nuestros rostros una fresca brisa invernal y el sol llegaba sin ninguna fuerza, aunque el esfuerzo nos hizo olvidar el frío. La hierba estaba muy húmeda debido al rocío. Llevaba puestas mis botas militares, las cuales ya habían soportado la nieve de Segovia, la feroz lluvia de Foncalén y el tórrido calor del desierto de Agost. No temía que se calaran. Por la parte de abajo encontramos muchísimas esparragueras pero casi todos sus espárragos ya habían sido cortados. Percibía una inefable sensación de historia en aquel lugar, no sólo por los antiguos trozos de objetos (vasijas, jarrones...) que se veían en el suelo, sino sobre todo por el alma misma de aquel campo, de la que emanaba la presencia de un amplio surtido de pasados olvidados para siempre. Conforme ascendíamos, íbamos hallando zonas menos exploradas y por tanto más ricas en espárragos. Nos movíamos a unos quince metros el uno del otro, de forma que sólo nos perdíamos de vista en los breves instantes en los que uno se aventuraba hacia alguna esparraguera un poco más alejada. Aumentaba lentamente el grosor de nuestros manojos (con algo más de rapidez el de Laurán). Me detuve unos segundos; ya era posible disfrutar en la distancia de una hermosa vista de Olivenza, y después bajé la cabeza para continuar con mi labor. Permanecía absorto en aquella actividad, con todos mis fantasmas adormilados, cuando, en un lugar cualquiera, más cercano a la cima que al punto más bajo, al dar un paso se hundió mi pierna en el suelo hasta la altura de la mitad del gemelo. No me asusté. Mi extraordinario carácter tranquilo me proporciona la mayor calma en los momentos más delicados. Para mi asombro, podía mover libremente el pie bajo aquel pedazo de tierra; no existía ningún obstáculo que lo detuviera. Lo saqué cuidadosamente y me agaché para mirar a través del agujero sin lograr vislumbrar su misterioso interior. Poseído por la intriga, escarbé agrandándolo más, pero no conseguí averiguar demasiado, sólo que el fondo de aquel hueco era demasiado profundo. Pensé que podría tratarse de una mina de fósforo abandonada, o de alguno de los túneles a través de los que se trasladaban los maquis en la posguerra. Me percaté de que me hallaba en un pequeño montículo, así que bajé unos pasos para indagar alrededor del mismo. Tras dar varias vueltas, descubrí una especie de pared de musgo unos metros más abajo. La empujé un poco comprobando que cedía fácilmente, continué escarbando y la extraña pared cedía cada vez con mayor rapidez. Grité con fuerza a Laurán para que viniera a ayudarme. Tuve que convencerlo, ya que suponía que aquello no era más que la madriguera de alguna alimaña. Pretendía seguir con los espárragos y obviar aquel hallazgo. En cambio, yo ya estaba seguro de que acaba de descubrir una cueva oculta.

Me colé yo primero. En cuanto hube abierto lo suficiente como para que cupiera mi cuerpo, repté ágilmente, olvidando el barro que se iba pegando a mi ropa. Después me siguió Laurán. El pequeño habitáculo se encontraba totalmente relleno por un musgo viscoso desagradable al tacto. Podíamos distinguir el interior gracias a la luz que entraba por la abertura que había hecho accidentalmente en el techo. Parecía la vivienda abandonada de un ermitaño. Investigué por todas partes; tenía un subidón químico comparable al producido por las mejores drogas.

Algunos caracoles y otros pequeños animales campeaban a sus anchas. Sacando el suficiente musgo con el cuchillo, descubrimos que bajo él se encontraban una mesa, una silla y una especie de mueble con cajones. Tuve que rajar más musgo para conseguir abrirlos. Me abalancé a mirar dentro y hallé un valiosísimo tesoro. Se encontraban enrollados unos cuantos papeles que desplegué con sumo cuidado. El que hacía de primera protección no tardó en deshacerse. El más interno lo abrí muy despacio. Estaba relleno por una letra casi ininteligible que sólo conseguí descifrar tras un buen rato de atención. Leí y releí con avidez aquel legajo. Me parecía un sueño, un regalo de la historia, tener ante mí aquellas palabras. Por desgracia, cuando aún me quedaban unas líneas de la cuarta lectura, un poco de viento acabó por destrozar aquel papel en su inmensa fragilidad. No llevaba ningún librito en la cazadora, pero sí un lápiz. Siempre llevo un lápiz conmigo, como Paul Auster. Le pedí a Laurán que buscara en su cartera algo donde escribir. Afortunadamente, encontró un trozo de papel cuadriculado en el que tenía apuntadas diferentes cifras relacionadas con su trabajo de encargado: número de crías nacidas en el mes, cantidades de pienso, de vitaminas... Sin más dilación, ya que lo tenía absolutamente fresco, por el otro lado del papel escribí lo que recordaba haber leído.

“Nunca he asesinado, pero es verdad que han hecho de mí un criminal. Si un día no me hubiera decidido a rebelarme contra los que nos pisoteaban, si nunca hubiera robado a tanto ricachuelo para dar pan a los que son como yo, si no me hubiera atrevido a presentarme ante el regente don Francisco para cobrar los diez mil reales de mi propia captura... si no me atreviera a verte esta noche en el Pozo del Canho a sabiendas de que todo puede ser un engaño... entonces no sería Diego Corrientes, sería algún otro.

Allá en Utrera, arando la tierra de sol a sol, a veces miraba al cielo preguntándome por la injusticia de los hombres. ¿Qué dios tan mezquino podía haber hecho un reparto tan desigual? Sé que siempre habrá ricos y pobres, pero los pobres de hoy somos demasiado pobres.

Ni cien escopeteros y alguaciles han podido conmigo; todo se compra con dinero, los curas los primeros... sólo han podido conmigo tus vibrantes ojos negros.

Ésta vez no iré a tu vila del Alentejo a vender más caballos, ésta vez iré a llevarte conmigo. Todos me aconsejan lo mismo. Hasta mi sobrino “el tenazas”, que casi nunca habla, me ha dicho que no vaya a tu encuentro, que eres una hechicera. No entienden que estoy cansado de esta vida. Si no me has engañado, partiremos hacia América. Ya he dado suficiente ejemplo a esos pobres jornaleros que me idolatran. Ahora les toca a ellos hacer algo por ellos mismos”.

Como le ocurría a mi abuelo cuando contaba que se había pasado la tarde haciendo el amor con una de sus novias, a mí tampoco me han creído nunca al relatar esto.

Posteriormente he buscado con ansiedad información sobre el ínclito bandolero. Incluso visité un museo de bandoleros en Ronda. Precursor del Che, el bandido que nunca mató, jornalero irredento, espíritu vivo y solidez eterna... Todo concordaba con el espíritu ácrata que reflejaba su escrito. Leí que en un viaje, por azar, se cruzó con su enemigo, el regente Don Francisco, y que acercando su caballo al carruaje le dijo:

- ¡Que alegría Don Francisco en hallar a usía en este sitio! Precisamente se me ha desabrochado la bota y he pensado: Aquí está don Francisco Bruna que me remedie.

Y sacando el pie del estribo se lo puso al borde de la ventanilla. Don Francisco no tuvo más remedio que atarle los cordones.

Sentí un escalofrío por todo el cuerpo cuando averigüé que una amante oliventina le había tendido una emboscada y que había sido capturado en el Pozo del Canho por cien alguaciles. También me enteré que permaneció en las cárceles de Badajoz veinte días, casi metido en agua. Pero dicen que ni siquiera antes de ser ajusticiado perdió su espíritu jocoso.

Tapamos lo mejor que pudimos el escondite descubierto. Laurán quería que continuáramos con la búsqueda, pero yo tenía algo tan grande recién metido en la cabeza que me resultaba imposible aparcarlo. Bajando por la sierra me sentí inmenso y ufano, como superior a los demás, por ser afortunado conocedor de un secreto que ningún estudioso jamás imaginaría.

El viejo cabrero nos miraba con descaro aldeano. Primero hacia nuestras ropas manchadas y después hacia los ridículos manojos recolectados. En sus ojos agrios se intuía la suposición de que nuestra corta (pero intensa) experiencia por su sierra, habría consistido en una orgía homosexual más que en otra cosa. Se olvidó de nosotros en cuanto apareció otra pareja de forasteros, a la que comenzó a contarle la misma historia apócrifa sobre la vivienda del bandolero.

Nos limpiamos un poco antes de montarnos en el coche. Saliendo de Olivenza, miré mis pies y sonreí espontáneamente al descubrir una bota mucho más sucia que la otra. Acaricié con cariño el valioso papel cuadriculado que había guardado en el bolsillo de la chaqueta. Después me volví y contemplé por el cristal trasero cómo se perdía en la distancia el castillo de Olivenza, y creí ver los ojos negros y vibrantes de aquella oliventina, que habrían sido los mismos ojos que nunca olvidó mi abuelo.

                                                                                                  

                                                                                                               

 

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