(selección)

de

David González Lobo

 

ANOCHE APARECIÓ, de pronto, en el silencio, huidiza y resbalosa, la pequeña raíz. Su boca es una hoja transparente. Ciertas tardes una paloma violeta que tiñe con tanta lentitud el horizonte que llega a parecer que se duerme en las copas de los árboles.

Quiere flores de lluvia para abrir un orificio en la pared del patio.

ESCRIBIR UNA VOZ con las hojas de los árboles desnudos, escribirla con unas letras y un estilo que crujan bajo las botas y las ruedas de los coches, escribirla bajo un rayo de sol que se pierde y tiñe el cielo y el mar.

Llegar y despedirse de la impresión cumbre o misteriosa de un cuerpo, de un rostro rotundo, de un animal, de un paisaje.

Cruzar un puente entre la noche y la lluvia.

AHORA LO INTENTA con un gesto, casi con el trazo de un impulso, de nuevo se queda entre sus sombras. No invita, no pide ni destruye para decir su lámpara, su crepúsculo, su naranjo al lado del río.

El viento a veces arrastra la arena, hace pequeños o grandes promontorios, anuncia la lluvia, un pequeño o dilatado verano.

El cielo está lento.

ERAS MUY BELLA y delicada y transparente. Muchas veces quise que dejaras de ser un ángel, madre, y me pasaras la mano por la cabeza.

Una tarde en una banca de un ambulatorio uno descubre el origen de la melancolía, la belleza del hielo y los amores solitarios.

LA CONSTANCIA ELEMENTAL ANTE LA PUERTA -adiós te dice la madre con pena tanta que tú podrías llorar sin darte cuenta-, y la abres al cielo, al tronco, a la copa del árbol, al sudor, al hambre del hombre con la luna, y al hambre hembra con el sol, a las nostalgias bajo la lluvia y al odio de la dulce leche cuando te piden el regreso, la sumisión, llorando.

"Y adiós y hasta nunca", dices, y cae aquel seno, el vientre, el poderoso abrazo de un desierto antiguo bosque, frondoso, que se pudre sabiamente.

IMPULSADOS POR LA NOCHE, antes del roce y los rubíes de la miel de la carne, sin decirlo, encontraron una fiesta, una tela que se quemaba, la anticipación feliz, redonda de encontrarse y despedirse temblando, soñando esta forma como una negación de la forma, de la arquitectura, un simple y sencillo olvido del nombre, una frontera de pulpa que florece en lágrimas, en risa, un nos fuimos para adentro encontrándonos. Qué gusto este trozo de ventana, esta calle, este cielo, sin saber dónde, cuándo y si sería posible.

DESDE EL BALCÓN una despedida o el anuncio de un encuentro; en el fondo se parecen tanto.

Atrás quedó la casa, la cama donde aún estará la flor del sueño; pero en el trópico un tigre se escuda en el árbol de la noche, mientras un ramo de rosas invisibles pareciera llamar a mi abuela, y ella se ríe porque la luna de Estigia no es redonda.

La calle es una flor y la casa y Helena y Alejandro y el perro gordo de mi vecino del tercero que sufre sus enfermedades; sí, y el hierro y yo mismo hoy y aquel que fui y amó y odió y se equivoca, somos una flor, Caronte, una flor; los asesinos, los santos, los hombres todos, Caronte, son una flor.

Y estas aves yéndose, a dónde irán. Hoy, a dónde irán. Y esta tarde, que clara es, esta tarde.

Y EL TREN AVANZA. En el último piso del portal siete de la calle Clavel -tiene el balcón hacia un antiguo cortijo- están colgando cuidadosamente unas bragas verdes. La ropa íntima o el árbol amarillo debajo de su casa o de sus casas, ¿qué es lo que toca el pensamiento?

Estira el poliéster. No quiere arrugas. Con el encaje basta. Cae un grano de sal en Oratoio 4, Pisa, que el viento dispersa. Se elevan suaves las olas del Adriático en primavera, las sombrillas y las tumbonas turquesa alineadas simétricamente, la curva de aquel brazo, de aquella mano de seda escarlata, tan sonora sobre los muslos, tan hielo en la arena de la playa, los remolinos de hojarasca, un símil que también abraza las calles de Lucca en otoño, el chorro caliente y firme de un muchacho orinando entre la maleza húmeda y casi tropical de una costa italiana, el placer del silencio en el Puerto de Santa María, al ver otra vez el cielo, al prolongarlo.

El tren avanza. Postales, fotos, cartas, el tacto casi transparente, el eco de la voz, de las voces, mientras cae la cáscara de una semilla que sobresalta a un hombre, una mancha hermosamente amarilla o una mancha, el pincel o el óxido, una mancha simplemente. Un árbol amarillo, un árbol rojo, un árbol deshojado, un árbol esquelético, un mismo árbol, otro árbol. Y la sombra. El árbol y la sombra. El árbol. La sombra.

TAN SÓLO EL ESPACIO DEL ÁRBOL que forma al cielo, el cielo del que sale el árbol.

TU OLOR LLAMA A LOS ASTROS cuando la herida se derrama. Las garzas rojas tiñen el cielo. Comienzan las sombras de la noche mientras cae una llovizna suavísima.

Desde la ventana abrí los ojos como un antiguo farero frente a un barco que se hunde a lo lejos. Ya había abierto de par en par una puerta que no pertenece a estas paredes lisas, blancas, donde habitaron el trueno y la centella. Bajo la lluvia una flor se hundía como una vieja nave de guerra. Pensé en el viento.

MIENTRAS EL AUTOBÚS AVANZA, desde Mairena del Aljarafe hacia Sevilla, frente a unos edificios desconchados, bajo las sombras de la noche y la luz tenue de unas farolas, unos muchachos fuman parsimoniosamente y se miran los cuerpos, el promontorio de unas islas; con sus cartas rojas de navegación de nuevo nace la geografía, la idea del círculo, la mar, el agua espesa de los pantanos, el movimiento de las lianas, la miel de las frutas.

En un noveno, una mujer rubia que pareciera haber cumplido treinta y cuatro se desabotona, rápida, su blusa marrón, y es como si buscase un bosque de pinos y eucaliptos y aquella fragancia neta del Mediterráneo en Barcelona, una caja de palisandro, un armario, fotografías bajo la nieve. “¿Esto es la mar o un espejo?”, se pregunta y se cubre los rostros, como si acaso pudiera.

Mientras el autobús avanza desde Mairena del Aljarafe hacia Sevilla, yo miro y es como si dejase atrás otro cesto de frutas (maduras) en la carretera, un riachuelo subterráneo, un rocío, un vapor, una pincelada de vaho.

Las siluetas van perdiéndose en la distancia.

 

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