Con mi red de palabras

 

 

Emilio Morales Prado

 

Con mi red de palabras

capturo los sentidos, los brillos, los objetos.

Digo “pez”, y se viene prendido de mis labios,

“mundo”, y el mundo entero (tan grande, tan pequeño),

buscando quien lo escuche,

se arrastra blandamente detrás de mi palabra.

 

Mas cuando digo “Dios” (lo grito desde dentro),

ese sonido rueda por todo el universo,

y de regreso tiene un sabor de vacío,

de nada contenida,

de pérdida tremenda.

Ninguna imagen viene enganchada en sus notas,

vuelve como distante, cual si no fuese mía,

como si se tratase de alguna otra palabra

distinta de ese “Dios”

que el fondo de mi alma gritó con furia loca.

Como sólo un vacío.

 

Con mi red de palabras

entretejo este mundo.

Los nombres de las cosas son como circunloquios,

como trampas felices.

“Roca”, digo. Y las rocas,

cumpliendo mi designio,

se convierten en rocas al lado del camino;

“árbol”, y cualquier árbol por oculto y lejano

se pone a ser un árbol como lo nombro yo.

Tanto me regocijan el truco y sus efectos

que voy nombrando todo: “nube”, “camino”, “lluvia”,

y el universo entero se muestra en torno a mí.

(Los colores, las formas, los números se pliegan

al mágico sonido de mi voz cuando dice: “rojo”, “redondo”, “tres”.)

¿Qué serían las cosas si yo no las nombrara?

¿Qué fieras amenazas, sombras desconocidas, ocultaría su ser?

Pero así, con mis nombres, vigilan su contorno:

siguen a las palabras con las que las distingo,

se saben conjuradas y ordenadas por mí.

Cualquier cosa que en ellas fuese  indeterminado,

se marchó con la nada, se disolvió en el caos.

No en las cosas: las cosas

son lo que yo les digo

mientras con mis palabras voy tejiendo este mundo.

 

Hoy he llamado “nube” a un árbol, y ese árbol,

sumergido en la niebla,

perdido en la distancia,

flotaba en el vacío, impreciso, temblando,

añorando tal vez la esencia vegetal

que así yo le robaba.

“Una nube”, pensé. Y el árbol transmutado,

resignado a su suerte,

flotó en el horizonte ingrávido y suave.

El sol amanecía.

“¡Pero no, si es un árbol!”, reí de mi locura.

Y con inmenso alivio, la nube transformada

se transformó de nuevo:

árbol en el paisaje con toda su belleza.

“Sobran nubes”, me dije. El cielo estaba claro.

 

Entre el mar y la tierra, marco las diferencias:

definitivamente, sin lugar a las dudas.

Pero queda la orilla, tan leve e imprecisa,

tan ambigua, ¿la orilla?,

¿es el lugar que alcanzo para llegar al mar?,

¿o es, al contrario, el sitio que permite al marino,

exhausto y solitario, retornar a la tierra?

Por eso di a la orilla el grado de imprecisa,

le conferí milagros, libertad y poesía.

Y así, decir “orilla” es decir cualquier cosa,

o “maravilla” o “nada”,

pues todas las palabras del asombro se citan

en esa línea loca

que marca los confines imposibles del mundo.

 

Con mi red de palabras construyo mis amores:

los besos, los requiebros.

De cada ser amado proyecto los sentidos.

A cada cosa nombro

con pasión, con nostalgia, con celos o alegría,

y, en cada acción que ordeno con verbos temblorosos,

incluyo mis anhelos. Así es mi mundo, como

le ordeno yo que sea. Pero el amor, en medio

de tanto torbellino, se escabulle, obedece

tan sólo a sus deseos, desatina y oculta,

traiciona y prevalece. Es como una locura,

elude mis palabras, no se atiene a mis verbos.

 

Trampas de cazar mundos, extiendo mis palabras

y, paciente, me oculto al lado del camino:

ideas, cosas, recuerdos, van cayendo en las redes,

y su mera evidencia nutre mis convicciones.

La presencia de un mundo con todos su matices,

adquiere densidad, determina sus leyes,

impone sus verdades.

 

Ahora estoy atrapado en este mundo denso,

que, perverso, me impone sus leyes y exigencias:

el peso, la dureza, la materia rebelde.

Mis palabras apenas

tocan la superficie somera de las cosas.

Más que decir, sugieren, son símbolos difíciles,

argucias inviables. Mis palabras no sirven.

 

Vuelo sobre mi mundo, como las gaviotas,

llevado por  el viento de una pasión oculta.

Tras de mí se atropellan torrentes de palabras:

ríos, cascadas, lagunas, multitud de accidentes.

Las nubes son doseles y son flechas las aves,

percibo el terciopelo de la hierba reciente,

la lluvia me acaricia con su mano invisible.

Las palabras se adueñan de sus significados,

¿qué dicen?, lo que quieren: todo tiene sentido.

Ellas ya no dependen de mí para ser ellas,

designan ahora el mundo tan caprichosamente…

Los ríos son dragones pacíficos de plata,

las arenas son oro, las estrellas, diamantes.

el amor es un trueno que arrebata mi pecho.

Las palabras resultan cada vez más palabras.

Las reconozco a todas, todas me pertenecen

pero tiene voz propia, llegan de todas partes,

todo lo tergiversan y todo lo designan

de múltiples maneras.

La magia del sonido se ha convertido en mundo.

Las palabras son mías. Y yo, de las palabras.

 

Al decir “mar”, las olas salpican mis sentidos.

La infinitud adquiere agua y temperatura,

y la luz se zambulle en zigzags, como rayos.

El mar exige cielos y nubes y ballenas,

el mar exige brisa y dunas y quietudes.

Al decir “mar” mi alma se aquieta y se sosiega,

pienso “mar” y respiro amor y lejanía.

En el mar, las palabras se esconden tras la espuma

y en la espuma prosperan con un rumor suave.

 

Sonidos, las palabras son la piel de las cosas,

el alma de los hechos.

Es su origen remoto, sonidos, tan oscuro,

y tan mundo y tan yo, que cuando a su conjuro,

miro las cosas, huelo, toco por las aristas,

las palabras entonces, mudas, sí, sin sonido,

dibujan en el aire del alma su contorno,

sugieren, sí, aquietadas, el sonido que son.

Hacen, en su silencio, que el mundo no se agote.

 

 

En el silencio oscuro hay un rumor. Percibo

un flujo interminable, un crepitar perpetuo.

Me digo “es el silencio, el silencio que suena.

Es como el mar de noche, callado y clamoroso;

es el murmullo tenue del aire en mis pulmones”

El silencio lo es todo: contiene las palabras,

todas las pulsaciones del ser las determina,

precede y acompaña a todos los sucesos,

sobre su fondo oscuro se explican los sonidos.

Palabras y silencios hacen de mí quien soy.

Cuando la nada suena, suena con el silencio,

y es así como llena de espacio mis sentidos.

Estremecido, escucho su rumor imposible;

callo y en mi silencio, vuelve a sonar la nada.

Una niebla callada me envuelve y me conforma,

la ausencia de infinitas palabras aquietadas,

la larguísima espera de un instante tan solo

hasta que mis palabras pretenden explicarlo.

 

 

 

Cuando estoy en silencio, mi silencio no es nada:

las palabras me envuelven, me acechan y me aguardan.

Desean que las pronuncie, que mi boca las diga,

y sin ninguna norma, sugieren y atropellan.

Quieren salir al mundo, extinguirse en el aire,

ser búfalo, o laguna, o paloma o relámpago.

Y así, de esa manera, luchando por sí mismas,

habitan mis silencios.

 

 

 

Las palabras brotan la flor del pino,

mojan el agua y cae,

mugen la vaca, ladran,

ululan,

esperan las personas

amores o autobuses.

Y también las palabras

combaten los soldados,

mueren los inocentes,

son el ser,

lloran los ojos tristes,

y sucesivamente.

Las palabras, decía,

gira el mundo, está

el hermoso paisaje,

la enamorada dulce.

Asimismo,

las palabras

desespera el hombre,

desconfía,

palabras

¿quién?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿dónde?

Palabras corre el agua

río abajo: ya se funde la nieve.

La primavera llega.

 

Digo “Dios” y, vibrando, el sonido se pierde.

Digo “Dios” con temblores de espanto y esperanza.

Digo “Dios” y las otras palabras, las de siempre,

las que cazan objetos, o acciones, o locuras,

quedan entre paréntesis, como esperando algo.

Los adjetivos quieren superlatividades,

los pronombres, sencillos entes de la gramática,

reclaman el milagro de una vida real.

Todo parece en vano y termina en silencio.

Sigo diciendo “Dios”.

 

 

Un día, las palabras cobran dobles sentidos,

se vuelven complicadas, taimadas y reidoras:

palabras que no explican; deben ser explicadas.

Para hacerlo, yo debo inventar más palabras

que, en lugar de cumplir dóciles su tarea,

se contaminan todas, se aficionan al guiño,

palabras perezosas que jamás dicen nada.

Y así, de nada sirven:

los verbos ya no trinan cuando cantan las aves;

ni mojan con la lluvia; ni vuelan con el viento

sino que se complican y lo complican todo.

Ya no atrapan el mundo: lo vuelven imposible.

No explican el misterio: lo niegan o lo ocultan.

Por su causa la vida se vuelve oscura y triste.

En lugar de encontrarme, me pierdo en las palabras.

 

 

Buscaba una palabra. Oculta, sí, prohibida.

Esa palabra era

un silbido, un susurro,

para ser pronunciado por labios diferentes:

la palabra buscada no se forma en los míos.

Aunque yo la supiera (¿pero cómo saberla?)

mi garganta de carne no se adapta a su nota.

¡Si yo fuese de nube!, ¡si yo fuese de aire!,

¡o de nada!

Pero no, aquel bramido que agota las preguntas,

ese tronar, no estalla al filo de mis dientes.

Permanece, flotando, inaudible, certero,

como un diapasón mudo que alcanza el infinito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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