LIBRO DEL DESASOSIEGO

(fragmentos inéditos en castellano)

Fernando Pessoa

(traducción de Manuel Moya Escobar)

 

 

Todo pensamiento, por mucho que pretenda fijarlo se me convierte tarde o temprano en un desvarío. Donde quisiera poner un argumento o hacer correr un razonamiento, me surgen frases, primero expresivas del propio pensamiento, luego otras subsidiarias de las primeras, finalmente sombras y derivaciones de aquellas frases subsidiarias. Comienzo a meditar sobre la existencia de Dios y me encuentro hablando de remotos parques, de cortejos feudales, de ríos pasando medio mudos bajo las ventanas a las que me asomo; y me veo hablando de ellos porque me encuentro viéndolos, sintiéndolos, y hay un breve momento en [que] una brisa real me toca en la cara, surgida de la superficie del río soñado a través de metáforas, del feudalismo estilístico de mi abandono central.

Me gusta pensar porque sé que no tardaré en no pensar. El raciocinio me encanta como punto de partida -estación metálica y fría donde se embarca para el Gran Sur. Me esfuerzo a veces por meditar sobre un gran problema metafísico o incluso social, pues sé que la voz ronca del pensamiento tiene para mí colas de pavo real, que se me irán abriendo si me olvido que estoy pensando y que el destino del humanidad es una puerta en un muro que no existe, y que yo, por tanto, la puedo abrir a los jardines que quiera.

Bendito sea aquel elemento irónico del destino que da a los pobres de vida el sueño como pensamiento, así como da a los pobres de sueño o la vida como pensamiento o el pensamiento como vida.

Pero hasta el pensamiento por encadenamiento de pensar se me vuelve cansado. Y entonces abro los ojos de soñar, llego hasta la ventana y transfiero el sueño a las calles o a los tejados. Y es en la contemplación distraída y profunda de los conglomerados de tejas separadas en tejados, cubriendo el contagio astral de las gentes alienadas, cuando el alma se me desprende de verdad, y no pienso, no sueño, no veo, no particularizo; contemplo entonces de verdad la abstracción de la Naturaleza, de la Naturaleza, la diferencia entre el hombre y Dios.

Escribo con una extraña tristeza, siervo de un sofoco intelectual que me llega de la perfección de la tarde. Este cielo de un azul precioso, derivando hacia tonos rosados claros bajo una brisa igual y blanda, me da a la consciencia de mí mismo ganas de gritarme. Al final estoy escribiendo para huir y refugiarme. Evito los idilios. Me olvido de las expresiones exactas y ellas se me abrillantan en el acto físico de escribir, como si la misma penas las produjera.

De lo que he pensado, de lo que he sentido, sólo sobrevive unas ganas inútiles de llorar.

En lo que somos y en lo que queremos somos la Muerte. La muerte nos cerca y nos penetra. La vivimos y a eso le llamamos vida.

Vivimos, dormimos y soñamos la muerte de los muertos y morimos a la de la vida.

Muerte es lo que tenemos, muerte es lo que deseamos. La vida que vivimos es muerte.

Cuando era niño cogía los coches de línea. Los amaba con un amor doloroso -bien que me acuerdo- porque por no ser reales les tenía una inmensa compasión...

Cuando un día conseguí tener entre las manos el resto de unas piezas de ajedrez, qué alegría no sentí. Puse nombre a las figuras y pasaron a formar parte de mi mundo de sueños.

Esas figuras se definían con nitidez. Tenían vidas distintas. Uno vivía -cuyo carácter yo decretaba violento y sportsman- en una caja que estaba encima de mi cómoda, por donde paseaba a la tarde cuando yo y luego él, regresábamos del colegio, un tranvía con interiores de cajas de cerillas, unidas por no sé qué trozo de alambre. Él siempre saltaba con el tranvía en marcha. ¡Oh, mi infancia muerta! ¡Oh cadáver vivo en mi pecho! Cuando me acuerdo de mis juegos de niño ya crecido, la sensación de lágrimas me calienta los ojos y una nostalgia aguda e inútil me corroe como un remordimiento. Todo aquello pasó, quedó inmóvil y visible, visualizable, en mi pasado, en mi perpetua idea de mi habitación de entonces, alrededor de mi persona invisualizable de niño, visto desde dentro, que iba de la cómoda al tocador, o del tocador a la cama, conduciéndome por el aire, imaginándolo parte de la línea tranviaria, el tranvía rudimentario que llevaba a casa mis ridículos escolares de madera.

A unos yo les atribuía vicios -tabaco, robos- pero no soy de índole sexual y lo les tribuía actos, salvo, creo, una predilección que me parecía juego, la de besar a las chicas y mirarles las piernas. Los hacía fumar en papel liado detrás de una caja grande que había sobre una maleta. A veces por el lugar aparecía un maestro. Y era con toda su emoción que me veía obligado a sentir, que dejaba el cigarro falso y ponía al fumador mirándolo disimuladamente en la esquina, esperando al maestro, y saludándolo, no lo recuerdo bien, como un inevitable pasaje... A veces uno estaba lejos del otro y yo no podía manipular a uno con un brazo y al otro con el otro. Tenía que hacerlos andar alternativamente. Me dolía tanto esto como hoy el no dar expresión a una vida... Ah, ¿pero a qué viene recordar esto? ¿Por qué no me quedé siendo un niño para siempre? ¿Por qué no me morí allí, en uno de esos momentos, preso de las argucias de mis escolares y de la vida como-que-inesperada de mis maestros? Hoy ya no puedo hacer esto... Hoy sólo tengo la realidad con la que no puedo jugar... ¡Pobre niño exilado en su virilidad! ¿Por qué he tenido que crecer?

Hoy, cuando recuerdo esto, me llegan nostalgias de mucho más que esto. Ha muerto en mí mucho más que mi pasado.

La habilidad para construir sueños complejos me ha hecho crear obstáculos inútiles en la vida.

En la destrucción de la unidad de mi espíritu, he liberado pequeños impulsos, capaces de inhibirse y de esconderse, por sutiles y fuertes, pero lo suficientemente grandes para ser sacrificadamente instintos, instintos realizables.

Tanto he soñado que me he hecho nítido en el sueño, pero llegando a verme en sueños tal cual soy, feo y grotesco, la conducción del propio sueño me ha faltado.

Ni puedo tener compasión de mí mismo, porque no he llegado a ser jorobado o cojo o manco. Soy totalmente inestético.

¿Cómo voy a saber de amor si ni en sueños me creo digno de eso?

¿Cuántas veces en el decurso de los mundos, no habrá un cometa errante puesto fina a una Tierra? A una catástrofe tan material esta ligada la suerte de tanto proyecto de espíritu. La Muerte acecha, como una hermana del Espíritu y del Destino [...].

Muerte es estar sujetos a un exterior cualquiera y nosotros, en cada momento de nuestra vida, somos unos reflejos y un efecto de lo que nos rodea.

La muerte subyace en nuestro gesto vívido. Nacemos muertos, muertos vivimos, muertos ya entramos en la muerte. Compuestos de células viviendo de su desintegración, estamos hechos de muerte.

 

SUMARIO

DISTRIBUIDOR

INICIO