Un hombre con luces

 Carlos Montuenga

 

 

 

                                                                                 Misteriosa en pleno día, la  Naturaleza no

                                                                                 se deja despojar de su velo.

                                                                                                                                          Goethe,  Fausto

 

 

La última vez que vi a mi amigo Luis, noté en seguida que su carácter, de habitual alegre y despreocupado, había sufrido un profundo cambio, cuya causa estaba yo lejos de imaginar. Luis Vidal, ingeniero ya jubilado, trabajó durante veintitantos años en la central nuclear de Trillo —la nuclear, como la llaman por allí— y vivía solo tras enviudar, en una casa de teja oscura rodeada por berzas y frutales, junto al linde de la alameda que se extiende entre el Tajo y la carretera que lleva a Cifuentes. Se puede decir que conocía a Luis desde siempre; ambos crecimos en el barrio madrileño de Argüelles, fuimos al mismo colegio y aprendimos juntos a soportar la sucesión interminable de las horas reclinados sobre los libros, en aquel caserón sombrío que tenían los escolapios cerca de Cuatro Caminos. Por razones que soy incapaz de precisar, siempre vi en Luis a un hermano mayor, alguien a quien podía confiarme sin reservas cuando las cosas pintaban mal y me sentía invadido por el desaliento. No deja de resultar paradójico que en el transcurso de aquel último encuentro entre nosotros, fuera él quien, a su modo, se aferrara a mí como si yo fuera su última esperanza. Desde entonces, me pregunto una y otra vez si pude hacer más por ayudarle y acaso evitar lo que después sucedió.

Recuerdo que era domingo, mediado ya el mes de agosto, y decidí  presentarme en Trillo, sin previo aviso, para saber de él. No nos habíamos visto desde hacía algún tiempo y cuando apareció en la entrada de su casa, apenas pude  disimular el malestar que sentí al encontrarle tan cambiado. El  hombre fibroso, atlético, que yo conocía sólo era ya una sombra de sí mismo. Su rostro mostraba una palidez enfermiza y había adelgazado tanto que la ropa le colgaba por todos lados. Pero lo que me produjo mayor inquietud fue el brillo extraño de su mirada, como si algo que sólo él podía ver reclamara su atención en todo momento. Pese a sus esfuerzos por mantener conmigo una actitud cordial y despreocupada, poniéndome al corriente de los últimos chismes del pueblo y dejando entrever, en algún comentario irónico, aquel sentido del humor que siempre le había caracterizado, caía a veces en el más absoluto mutismo; tal parecía que  se ausentara de la  realidad para adentrarse en otro mundo.

Después de dar una vuelta por el pueblo, estuvimos comiendo junto a la alameda, en la terraza de un pequeño restaurante asomado al Tajo, y al llegar a los cafés, mientras él parecía absorto contemplando el discurrir sereno de la corriente, me decidí a hacer un comentario sobre la sorpresa que me causaba encontrarle en aquel estado. Mi amigo se quedó unos segundos con la cabeza entre las manos y la vista fija en el suelo; dio luego una palmada en la mesa, como quien adopta una resolución repentina, y me dijo:

-A ti no puedo ocultarte lo que me ocurre. Voy a contártelo todo, aunque te va a parecer una locura. Vámonos de aquí, a algún sitio sin gente, donde podamos hablar con tranquilidad.

Arranqué  el coche y salimos del pueblo, dejando a un lado la dehesa donde aún se  alzan varios pabellones de piedra que en su día acogieron a enfermos de lepra. Poco antes de llegar a Cifuentes, Luis me indicó una carretera polvorienta que subía serpenteando entre montes cubiertos de tomillo, y por ella nos adentramos, atravesando pinares hasta alcanzar un altozano desde el que se divisa buena parte de la llanura alcarreña, flanqueada hacia Trillo por la nube blanca que corona las dos torres imponentes de la nuclear. Se oía por doquier el diálogo monótono de los grillos y el monte sesteaba bajo un  implacable sol estival.

-Cuesta imaginar que esta planicie estuvo en otros tiempos cubierta por el mar -dijo Luis entornando los ojos, y prosiguió: -Antes solía venir mucho por aquí; ya sabes lo aficionado que he sido siempre a echarme la  mochila a la espalda y patear los caminos.

-¿Y has dejado de hacerlo? -respondí.

-Ahora me faltan las fuerzas, para eso…y para casi todo. Como mucho, me doy  una vuelta por las afueras del pueblo o voy hasta el parque que hay junto al río para sentarme entre los álamos a leer el periódico, y a veces ni eso… hay días en que no me muevo de casa.

-¿Pero qué te ocurre? ¿Es que estás enfermo?

-¿Enfermo?, según como se quiera entender. A decir verdad, me siento cada vez más aturdido y, lo que es peor, tengo el convencimiento de que nadie puede comprenderme. Sí, no pongas esa cara, he dicho nadie, y dudo de que tú vayas a ser una excepción. Pero no me importa, tal vez al hablar de ello me sienta aliviado.

Hice un gesto de asentimiento y él continuó:

-Unos meses atrás noté molestias en la vista. Se trata de algo que me ha pasado alguna que otra vez desde hace muchos años. Empiezo viendo un destello luminoso; al principio es poco más que un punto y, poco a poco, se va extendiendo por todo el campo visual como una ondulación brillante que cambia de forma, impidiéndome fijar la vista en cosa alguna, hasta que desaparece al cabo de unos minutos. No le dí a la cosa mayor importancia pues, como acabo de decirte, lo había notado otras veces, pero al poco tiempo volvió a presentarse y me pareció que su intensidad iba en aumento. Entonces empecé a preocuparme. Fui a una clínica en Brihuega y allí, tras varias exploraciones de retina, me dijeron que se trataba de un caso atípico de fotopsía que no requería tratamiento, y se limitaron a recetarme unas vitaminas. Pasó algún tiempo y ya casi me había olvidado del asunto, cuando una tarde estaba sentado en la plaza, bajo el viejo olmo que se alza junto a la iglesia, y me volvió a ocurrir, pero esa vez…

Luis se quedó en silencio con la mirada perdida en la llanura; pude ver cómo le temblaban las manos. Después de hacer un gran esfuerzo, prosiguió:

-Al principio fue igual que siempre, pero en seguida la línea luminosa  empezó a ganar brillo hasta convertirse en algo parecido a una fractura incandescente que oscilaba a una velocidad endiablada. Me agarré al banco angustiado; apenas podía distinguir los contornos de lo que había a mi alrededor. Aquellas luces se hicieron más y más intensas hasta convertirse en un resplandor blanco, deslumbrante, en el que todo quedó sumergido. Acerqué las manos a los ojos y sólo pude ver un brillo difuso, como si yo mismo me estuviera transformado en luz, en esa luz inexplicable que no sabía si estaba dentro o fuera de mí. Te juro que nunca había experimentado un terror igual; sentí un aislamiento absoluto, no oía sonido ni murmullo alguno, era como si el mundo se hubiera desvanecido. Llegué a pensar que aquello sólo podía ser la muerte. Pero lo más extraño es que el miedo fue poco a poco dando paso a una sensación de completa laxitud, como si el tiempo se hubiera detenido y ya nada importara. Así estaba cuando, de improviso, el resplandor empezó a perder intensidad y me encontré otra vez sentando en la plaza; tal parecía que no hubiera ocurrido nada de particular, algunas personas deambulaban sin prisa de aquí para allá y dos muchachas pasaron riendo junto al banco que yo ocupaba, sin reparar siquiera en mí. Después de aquello estuve un tiempo angustiado, dándole vueltas al asunto, sin encontrar una explicación ni saber qué hacer, hasta que por fin tomé la decisión de ir a Madrid para hacerme un reconocimiento a fondo. Desde luego, me limité a decir que había sufrido una especie de ceguera momentánea, omitiendo todo lo demás; como puedes comprender, no estaba dispuesto a que me miraran como a un bicho raro. Pasé cerca de dos semanas con exámenes del nervio óptico, resonancias, tomografías de cráneo, eco-dopplers y qué sé yo cuantas historias más. Te parecerá raro, pero creo que si hubieran encontrado algo que explicara esas malditas luces me habría sentido aliviado. El caso es que las pruebas no revelaron anomalía alguna; el especialista descartó de momento cualquier problema orgánico y me recomendó volver al cabo de unos meses para revisión; luego, insistió mucho en que procurara hacer una vida normal y no preocuparme. ¡No preocuparme! ¿Te das cuenta? ¿Pero cómo leches no me voy a preocupar, si no consigo encontrar una explicación a lo que vi?

-Tal vez fuera una alucinación -murmuré.

-Sí claro, una alucinación, ¡asunto zanjado! Vamos, tú me conoces de toda la vida, ¿crees que me estoy volviendo loco?

-Cálmate por favor, yo no he dicho eso.  

-No, pero lo piensas y tal vez no te falte razón. Si te soy sincero, yo mismo empiezo a dudar de mi cordura. Sin embargo, estoy seguro de que no fue una alucinación. Como te dije antes, ya he visto otras veces puntos luminosos. Si intento hacer memoria, creo que la primera vez me ocurrió de chico, cuando aún estábamos dando clase en los escolapios, pero claro nunca hasta ahora se había transformado en eso… es como si algo llevara muchos años al acecho, esperando la ocasión propicia para hacerse presente con toda su fuerza. Te aseguro que no encuentro un momento de calma; me aterra pensar que puede volver a aparecer en cualquier momento, sé que la próxima vez no podré resistirme.

-¿Resistirte dices?

-Veo que no terminas de entenderlo; te lo diré más claro: eso, sea lo que sea, me arrastrará consigo y ya no habrá regreso posible…

-Vamos hombre, no puedo creer que hables así. Me sorprendes; tú eres un científico, un hombre con luces.

-Sí tienes toda la razón, ¡un hombre con luces!… pero te aseguro que la luz también puede sumirnos a veces en la oscuridad más negra. Ese resplandor en el que me sentí envuelto desafía cualquier explicación lógica; a menos, claro, que fuera una alucinación, tal como tú piensas…pero ¡no, no!, yo lo vi, como estoy viendo ahora el destello del sol que enciende aquellos cerros en la lejanía, ¡te digo que lo que vi es real, aunque su realidad me sea totalmente ajena!

-Bueno, bueno, está bien, pero todo fenómeno obedece a alguna causa, tú deberías saberlo mejor que nadie.

-Ya, y ahora me vas a recordar otra vez que soy un científico. Estás convencido de que la ciencia tiene explicación para todo, ¿no es así? Pues aunque te sorprenda, yo siempre lo he puesto en duda, y ahora más que nunca; a mis sesenta y siete años ya sólo estoy convencido de una cosa: la realidad es mucho más extraña de lo que somos capaces de imaginar.

-Sin embargo, los físicos dicen…

-¡Otra!, ¿y qué más da lo que digan? Los físicos sólo saben de física, entiéndelo bien, aunque algunos ingenuos aseguren que están a un paso de desvelar la razón última del universo… la famosa teoría del todo; supongo que habrás oído hablar de ella.

-Confieso que no.

-Dicho en pocas palabras: esos genios ilustres llevan muchos años persiguiendo un principio, tal vez un sistema matemático o quizá una única ecuación, que permita comprender por qué el universo –el todo – es tal como lo observamos y no de otro modo cualquiera. Pero ese todo del que hablan con tanta complacencia, ¿es un todo con mayúsculas?, ¿todo lo que existe en el cielo y la tierra? ¡Pues claro!, ¡no iban ellos a conformarse con menos! Los muy majaderos están convencidos de que el día menos pensado encontrarán ese dichoso principio que, según creen, nos abrirá al fin las puertas de la sabiduría infinita ¡Pobres locos!, no son capaces de entender que vivimos rodeados de realidades ocultas, de hechos inexplicables que superan nuestra capacidad de comprensión.

-Pero Luis, eso que dices daría la razón a quienes creen en la magia, nos haría retroceder a épocas oscuras dominadas por la superstición…

-¿Superstición? ¿Y no te lo parece esa creencia ridícula de que todo, absolutamente todo, el universo entero, está hecho a medida de nuestra lógica?  

 

 

Cuando la tarde comenzaba a declinar, regresamos al pueblo y dejé a Luis en su casa, no sin antes asegurarle que volvería a la menor oportunidad. Debo reconocer que en aquel momento deseaba con toda mi alma alejarme de allí cuanto antes; supongo que él se dio cuenta y, al despedirnos, me apretó la mano con fuerza como si fuera consciente de que ya no habría otra ocasión para volver a vernos. Dos semanas después, supe que había muerto de un infarto.

Recuerdo que después de dejar atrás Trillo aquella tarde, mientras atravesaba encinares y aldeas silenciosas en dirección a Madrid, me asaltó una fantasía extraña. Imaginé que aquellas colinas rojizas volvían a quedar sepultadas por las aguas; un mar oscuro, indómito, se extendía hasta donde la vista era capaz de abarcar. Todo era desolación; ninguna voz humana, ningún signo de vida, sólo el bramido de de los vientos que precede a la tempestad. Y allá en la lejanía, envueltas en columnas de espuma, las torres humeantes de la nuclear se iban hundiendo, poco a poco, hasta desaparecer bajo las olas.

SUMARIO

DISTRIBUIDOR

INICIO